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La herida abierta de Chernóbil

Centenares de miles de personas sufren todavía en Ucrania las consecuencias de la catástrofe nuclear de 1986

ENVIADO ESPECIALAlexandr Shmatok pensó que tenía suerte cuando, en septiembre de 1987, fue llamado a trabajar como liquidador en la central de Chernóbil. Habían transcurrido ya más de 16 meses desde la explosión en el fatídico reactor número 4, el peor accidente de la historia de la energía nuclear civil, y cabía suponer que se tomaban las medidas adecuadas para proteger al personal.

Físico de profesión, fue jefe de un pelotón de defensa química. A lo largo de tres meses, penetró 70 veces bajo el sarcófago con el que se cubrió el reactor siniestrado, para medir allí la temperatura y la cantidad de combustible. Tuvo que ser tratado en Moscú tras recibir una dosis de radiación cien veces superior a la normal, pero sobrevivió.

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Un día preguntó a las autoridades sanitarias si era prudente tener hijos. Pasaba el tiempo y la respuesta no llegaba. Su mujer quedó embarazada y no quiso abortar. El 22 de septiembre de 1988 nació una niña, Tania. Dos años después, los médicos emitieron por fin su veredicto: no debía tener descendencia.

Demasiado tarde. Hoy, Tania sufre de asma y bronquitis crónica y de un fallo del sistema inmunológico que se conoce como sida de Chernóbil. Las mismas dolencias que ha desarrollado su padre que, incapacitado para trabajar a sus 45 años, cobra unas 7.000 pesetas de pensión, más 2.500 de ayuda alimentaria.

Para dar sentido a su vida, Alexandr trabaja con la Organización de Víctimas de Chernóbil. Es su presidente en la ciudad de Dzerzhinski, así bautizada en honor del fundador de la Cheka, la policía política comunista. De allí partieron 400 liquidadores, 40 de los cuales murieron, mientras otros 200 son inválidos. De los 101 hijos que han tenido, 17 padecen enfermedades provocadas por la radiación, 7 son inválidos de nacimiento y 47 requieren control médico constante.

La herida de Chernóbil sigue abierta en Ucrania, al igual que en la vecina Bielorrusia, cuya frontera está a sólo 12 kilómetros de la central que enterró la utopía de la energía atómica limpia a las 1 horas, 23 minutos y 48 segundos del 26 de abril de 1986.

Millones de afectados

La herida tal vez no se cerrará nunca del todo. No para los 90.000 habitantes de la zona de 30 kilómetros de radio alrededor de la central que tuvieron que ser evacuados, junto a otros tantos de sectores colindantes, ni para los 3,5 millones de ucranianos afectados de alguna forma por las consecuencias del siniestro, aunque sólo sea por vivir en regiones tolerablemente contaminadas, ni para los 73.000 inválidos, ni para los familiares de los muertos (entre 90.000 y 300.000 según cifras imposibles de contrastar), ni para las tierras envenenadas hasta una profundidad de 10 centímetros, ni para el agua y los bosques que siguen registrando altos niveles de radiactividad.Anatoli Volvk, de 61 años, presidente del Fondo de Inválidos de Chernóbil, afirma que aún hay muchos problemas para conseguir gratuitamente los medicamentos y tratamientos a los que tienen derecho por ley. La mortalidad entre los afectados es 2,7 veces superior a la del resto del país, o 7 veces para los liquidadores que se jugaron la vida paliando los efectos de la catástrofe.

Más de 800.000 personas de toda la Unión Soviética llegaron a Chernóbil en los años posteriores al accidente, que expulsó a la atmósfera varias toneladas de combustible nuclear, extendió por medio mundo una terrorífica nube radiactiva y dejó entre las ruinas del edificio que saltó por los aires otras 200 toneladas de uranio y otras sustancias letales.

Los liquidadores lucharon contra el fuego, lanzaron centenares de toneladas de arena, hormigón y metales para cubrir el núcleo y las zonas adyacentes, construyeron el impresionante sarcófago que hoy sepulta esa estructura deforme, limpiaron miles de hectáreas de terreno contaminado, enterraron pueblos enteros y evacuaron dos ciudades y 74 aldeas.

Cayeron como moscas, muchos comidos en cuestión de minutos por la radiación, otros con la médula ósea destrozada y tras larga agonía, la mayoría a consecuencia de enfermedades desarrolladas años después, cuando ya se atrevían a soñar con que estaban a salvo. Gueorgui Guila, de unos 50 años, estaba tan tranquilo, pese a que en su carnet de radiación acumulada figuraba una cifra preocupante. Varios años después de la catástrofe, el hospital se convirtió en su segundo hogar. Sufrió siete pulmonías en menos de 12 meses. Era el sida de Chernóbil. Su hija, nacida en 1995, a los 9 años de la catástrofe, tiene anemia y frecuentes trombosis. Todo porque un mal día pasó de reservista a liquidador. De su región natal de Rovne salieron 7.000 liquidadores, de los que murieron unos 1.000.

Víktor Skurpela, que también ronda la cincuentena, era profesor de música cuando, el 1 de junio de 1986, sonó el timbre de la puerta de su modesto apartamento en Poltava, a unos 390 kilómetros de Chernóbil, una zona limpia que acogió a miles de evacuados. Allí se reclutaron 15.000 liquidadores, de los que murieron más de 1.600.

Antes de que le diera tiempo a pensarlo, este profesor de música se encontró montando una ciudad de tiendas de campaña a 30 kilómetros del lugar del accidente. Luego, trabajó con un uniforme de guerra química en el sector del sarcófago, cuya construcción concluyó el 30 de noviembre de 1986. Todavía no se habían extinguido todos los incendios. Sentía un sabor metálico en la boca y la garganta.

Hasta 1992, no notó nada anormal. Ese año sufrió un accidente al perder el conocimiento mientras conducía. Fue hospitalizado. Ahora, su sangre circula mal, se le duermen manos y pies, sufre del estómago, de presión alta, de acidez. Y no puede trabajar. Sobrevive con una pensión de menos de 5.000 pesetas.

Víctimas también son los samasioli, los antiguos habitantes de las zonas adyacentes a la central, evacuados poco después de la catástrofe, supuestamente para dos o tres días, y que regresaron clandestinamente. Que se sepa, no hay ninguno de Prípiat, la ciudad construida junto con la central para acoger a los trabajadores y sus familias, un modelo de planificación urbana cuyos 48.000 habitantes fueron embarcados en 1.100 autobuses 48 horas después del accidente, y que hoy es un territorio fantasmal al que sólo se aventuran animales salvajes.

La mayoría de los retornados, más de 600, son ancianos que no pudieron adaptarse a su nueva residencia. Como Nina Frankó, de 63 años, una antigua ordeñadora de vacas que, saltándose los controles de seguridad, a través del bosque, regresó a la aldea de Opachichi en mayo de 1987.

Buen humor

Recuperó su casa, una modesta cabaña de madera, con un huerto en el que cultiva patatas, coles y zanahorias que consume sin temor a la radiación. "Nos hemos acostumbrado a convivir la una con la otra", dice con el mismo sorprendente buen humor con el que señala que está enferma del corazón y que su presión sufre frecuentes e inexplicables saltos. "No quiero vivir en otro sitio", afirma. "Donde me llevaron me faltaba el aire y se me hinchaban los pies". Aquí vive con un hijo y un perro, con una pensión de 4.000 pesetas. No está sola. Han vuelto otros 80 samasioli, la cuarta parte de la población de Opachichi antes de 1986.Cuando Sofía Besverja regresó a la aldea de Kupovatoe, en el borde de la zona de exclusión, ésta se encontraba rodeada por una cerca de alambre excepto por el bosque. Y por ahí fue por donde pasó, ya que conocía tan bien el camino como los lobos y los zorros. Tras la explosión de la central, la trasladaron a Makarov, cerca de Kíev.

"Volví por amor a la tierra, al bosque, al río", asegura Sofía, de 54 años. En octubre de 1987 regresó a su antigua casa de madera, en la que vivía con su marido, director del koljós (granja colectiva) local. Él murió, pero la radiación no tuvo la culpa. Fue un accidente. Gracias a dar la lata en la capital, ella y sus vecinos, casi 90, han conseguido luz, teléfono y hasta un médico: su propia hermana, que trabaja en la central.

Sofía piensa que éste es un sitio tan bueno como cualquier otro para vivir, o para morir. "Nadie es inmortal", afirma, "y como no veo la radiación, no le tengo miedo. Pienso que la naturaleza lucha contra ella". Sobrevive con 3.000 pesetas de pensión, tres gallinas, un cerdo y una huerta donde cultiva hortalizas. Según ella, se pueden comer sin peligro. Y amable, tal vez demasiado, insiste en que el visitante pruebe las magníficas pipas de las calabazas de producción propia.

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