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El duro despertar

Diez años después del alborozo con que se recibió la caída del muro de Berlín, en Europa del Este ya no reina la fiesta. Algunos de los principales protagonistas de esas jornadas históricas, como Lech Walesa, han desaparecido prácticamente de la escena política. Derrotado en las elecciones presidenciales de noviembre de 1995 por el poscomunista Alexandre Kwasnievski, Walesa, de 53 años, ha decidido pedir de nuevo el voto a los electores, pero los sondeos no le dan más que un 3% de los sufragios. En Praga, otro héroe de las jornadas que cambiaron la faz del continente, Václav Havel, aclamado universalmente por su "revolución de terciopelo", sigue ocupando el palacio presidencial de Hradcany. Su mandato expira dentro de tres años, pero su popularidad está en el nivel más bajo, los checos están hartos de sus pomposos discursos, de su incondicional alineamiento con Occidente, y hasta sus obras de teatro, ayer aclamadas por su valentía, son hoy motivo de burla. Herido por "la ingratitud" de sus compatriotas, Havel replica "no soy culpable de haber formado parte de los sueños de la gente y de que esa gente se haya despertado". Pero, tras diez años de gestionar el país, esta confesión de impotencia en forma de autoabsolución no convence a nadie. Los sueños de los checos, como los de los polacos, húngaros y demás pueblos de la Europa del Este, descansaban en las promesas de un nuevo sistema y de un futuro mejor que no ha llegado.El pasado jueves, Gazeta Wyborcza, el principal diario polaco, nacido pocos meses antes de la caída del muro, publicó un sondeo sobre el estado anímico de los habitantes de la Europa del Este bajo un título casi triunfalista: "Los polacos están menos descontentos que los demás". La encuesta muestra, en efecto, que el 57% de los polacos están "muy descontentos" con su situación, sentimiento compartido por el 62% de los húngaros y más del 80% de los rusos. Pero ¿hay motivo para presumir de que, para sus habitantes, Polonia se las arregle un poco menos mal que Rusia o Ucrania, que en ocho años han perdido más de la mitad de su renta nacional y donde hace estragos un "capitalismo de bandidos", según expresión del ex viceprimer ministro ruso Borís Nemtsov?

Los habitantes de los antiguos satélites de la URSS no son tontos. Sabían perfectamente que sus países estaban menos desarrollados que EE UU o la UE. No soñaban vivir como los personajes de Dallas o Dinastía, pero aspiraban legítimamente a mejorar la calidad de vida del anterior régimen, estancada desde hacía años. Los hechos indican que esa expectativa sólo se ha cumplido para una minoría, a costa del empobrecimiento de dos tercios de la población. Los vencedores de esta carrera por el dinero, honestos o corruptos, acusan a los desafortunados de haber confiado demasiado en el Estado y no haber sabido adaptarse al mercado. Una cantinela conocida en todos los países capitalistas: hay que convencer a los que están en los niveles más bajos de la escala social de que la culpa es suya. Pero el pasado "socialista" del Este no puede servir eternamente de pretexto a las injusticias de los nuevos regímenes.

Tras la caída del muro, todas las "democracias populares" optaron por la democracia representativa y, en ese plano, los nuevos regímenes han mantenido su palabra. En Varsovia, Praga y en el resto, las elecciones libres han permitido la alternancia de los partidos en el poder y no parece que esta política esté amenazada, ni siquiera en Bulgaria o Rumania, cuyas crisis son especialmente graves. La estrategia para la transición hacia la economía de mercado ha sido, por el contrario, muy diferente en cada país. Bajo la batuta del ultraliberal Leszek Balcerowicz, los polacos optaron por una "terapia de choque" que fustigó a los más modestos - esa "base obrera" que llevó al poder a Solidaridad-, mientras que los checos, bajo la autoridad de los dos Václav -Havel, jefe de Estado, y Klaus, primer ministro-, procedieron con más prudencia, evitando la fuerte caída del producto nacional y el aumento del paro. La privatización de las empresas estatales y hasta su devolución a sus antiguos dueños han estado a la orden del día en todos los países, aunque su ritmo haya variado de uno a otro. Simultáneamente se han abierto las fronteras a los productos occidentales, que han invadido los anaqueles, antes vacíos, de las tiendas, corroborando con ello que, al menos en apariencia, el Este se integraba en el mercado mundial. Con la misma precipitación, las monedas locales pasaron a ser convertibles, o semiconvertibles, lo que facilitaba enormemente los negocios de los inversores occidentales.

En todos los países, los que dirigieron ese cambio fueron consejeros americanos y europeos occidentales, en su mayoría adeptos de la escuela ultraliberal de Chicago. No podía ser de otro modo, ¿no había que "extirpar el cáncer del comunismo", según la expresión consagrada entonces, y adaptarse a la mundialización que, como es sabido, tiene en poca consideración los problemas sociales? No es, pues, de extrañar que en todos esos países los salarios se hayan quedado por detrás de la inflación, que los subsidios de paro sean miserables y que los créditos para la educación, la sanidad y la cultura, se hayan sacrificado. ¿Había otra manera de sustituir la economía planificada por la economía de mercado? La respuesta no es sencilla. Muchos estiman que hubiera sido deseable -y posible- evitar la fractura social, aún más dramática en las sociedades del Este que en las nuestras. Lo que no es poco. Otros subrayan que los Gobiernos de izquierda, en el poder varios años en Budapest, Varsovia y en las otras capitales de la Europa del Este, no han brillado por su política social.

Como nadie razonable podía declararse satisfecho de la situación económica, la única esperanza estaba en un hipotético retorno del crecimiento que permitiría invertir la tendencia. La buena nueva vino de Polonia, donde, tras una vertiginosa caída en los tres primeros años, la economía despegó a partir de 1994. Primero, tímidamente, después a un ritmo sostenido de un 7% anual. Felicitada por doquier, bautizada "el tigre de Europa del Este", Polonia se puso a soñar con ser pronto la Corea del Sur del Viejo Continente. La prosperidad está "a la vuelta de la esquina", dieron a entender Kohl y Chirac, prometiendo la rápida entrada de Varsovia en la UE. Pero en 1998 el tigre estaba sin aliento, agotado por la terrible crisis financiera rusa. Hoy, el tigre, reducido a gato, sigue sin dar el salto adelante. Y a orillas del Vístula se teme una nueva crisis económica, pues el flujo de las inversiones extranjeras disminuye, el déficit del comercio exterior ha alcanzado proporciones alarmantes, y el paro aumenta, afectando de un 12,5 a un 14% de la población activa. Es comprensible, pues, que ningún Gobierno polaco haya sido tan impopular como el actual.

El economista Stefan Abner acaba de pintar un dramático cuadro de la situación social en Polonia, faro de la nueva Europa del Este, en la revista mensual Kultura, que se edita en París desde hace más de medio siglo y goza de gran autoridad en Polonia. El salario mensual en Varsovia, escaparate del régimen, no supera los 707 zlotis (apenas 25.000 pesetas), más de la mitad de los habitantes ganan aún menos y un 6% está en la miseria. Un polaco de cada cinco ha renunciado a la asistencia médica -que ahora hay que pagar- y a comprar medicinas -demasiado caras-. El precio de los pisos en la ciudad bate todos los récords: una pareja con dos salarios medios tendría que ahorrar durante ¡80 años para comprarse un piso de 50 metros! En esta situación, la corrupción avanza a pasos agigantados: son raros los que, en la Administración o en el mundo de los negocios, resisten la tentación de aceptar el dinero que se les ofrece. La República Checa y Hungría sufren el mismo fenómeno, que adquiere proporciones aún más alarmantes en Eslovaquia, Rumania o Bulgaria. El nuevo cine polaco -único que manifiesta cierta vitalidad- ha vuelto al realismo crítico y pone en pantalla a hombres de negocios semigánsteres, a jóvenes sin futuro hundiéndose en el alcoholismo y la violencia, o a guapas chicas que caen en manos de proxenetas. En una película reciente, una rusa acaba en un burdel situado simbólicamente en el Palacio de la Cultura de Varsovia.

Para salir de esta crisis, el "zar" de la economía polaca, Leszek Balcerowicz, propone una disminución de los impuestos para las rentas elevadas destinada a relanzar el crecimiento. Pero su receta, un clásico del ultraliberalismo, es rechazada tanto por la oposición de derecha, que sigue ligada al sindicato Solidaridad, como por la izquierda. Karol Modzelewski, antiguo disidente que pasó nueve años en la cárcel, no cree que los nuevos ricos vayan a invertir en la economía el regalo fiscal que se les ofrece. En un sonado artículo publicado en Gazeta Wyborcza expresa, por el contrario, su temor a nuevos recortes presupuestarios en sanidad, educación nacional y cultura. "La Polonia libre es una incubadora de parias", dice, mientras constata que los hijos de los campesinos y de la gente con salarios bajos ya no tienen acceso a la enseñanza superior, por no decir a la secundaria. Profesor en la Universidad de Varsovia, confiesa que él tiene que dar clase además en un colegio privado porque un profesor no puede vivir con un único salario.

La otra idea básica de Balcerowicz, "privatizar todo menos el Gobierno", está de moda en todo el Este y es apoyada activamente por los occidentales. Esta "reforma", que ha hundido desde hace dos años a Rumania y Bulgaria en el desastre, ¿es fruto de una elección racional, destinada a encontrar el mejor modo de sanear lo que queda de la economía planificada, u obedece, más bien, a la aplicación ciega de un auténtico "dogma" ultraliberal? Uno se plantea la cuestión cuando constata que, evidentemente, los neófitos de la "terapia de choque" en Bucarest y Sofía no han tenido en cuenta los errores de sus predecesores polacos.

Porque, en ausencia de capital local, son, sobre todo, los inversores extranjeros los que se benefician de las privatizaciones. Compran todo lo que les parece interesante y reorganizan la producción a su modo para obtener un máximo de beneficio, importando de sus filiales de otros países las piezas que necesitan para que marchen sus fábricas de la Europa del Este. Es evidente que ello entra dentro de la lógica de la economía mundializada, pero las consecuencias para las industrias locales son catastróficas, pues pierden su salida en el mercado nacional, sin tener posibilidad de conquistar ninguna en el mercado mundial.

Como las joyas de la familia, la propiedad nacional sólo se puede vender una vez: una política que se basa en las privatizaciones para tapar los agujeros del presupuesto es, por tanto, una política a muy corto plazo. Hay que preguntarse, por ejemplo, si la venta por los polacos de sus ferrocarriles y otros servicios públicos permitirá contener el déficit de su comercio exterior, que se ha triplicado en el curso de los tres últimos años y está previsto que alcance en el año 2001 la astronómica cifra de 26.000 millones de dólares.

Un país con tal balance económico no puede responder a los criterios de admisión de la UE. "No queremos entrar en Europa de rodillas", se dice cada vez más fuerte en Varsovia, así como en Praga y Budapest. En todos esos países se sopesa también el hecho deque las normas dictadas por Bruselas pueden provocar la ruina de las pequeñas explotaciones agrícolas y que las subvenciones prometidas para el periodo de transición pueden no bastar para compensar esas pérdidas. En los años inmediatamente posteriores a la caída del muro, la entrada en la "Europa de los ricos" era la panacea que curaría las viejas heridas. Hoy, como muestran los sondeos, ese entusiasmo se ha evaporado y la esperanza europea está en claro retroceso. Culpar a los lobbies agrícolas sería un gran error. Si bien son muy activos, en ningún país constituyen una fuerza determinante.

Simplemente, la gente del Este ya no cree que la UE les vaya a hacer prósperos y duda muy mucho de que pueda comprender y curar los males que corroen sus sociedades. Excelente para la salud de un obeso, una cura de adelgazamiento puede ser fatal para un flaco. Los opulentos países de Occidente se acomodan mal que bien a la "fractura social" y a la atrofia de las ideas que organizan la colectividad y dan sentido a la vida. Hoy, los "flacos" del Este se sienten perdidos en una sociedad en la que sólo cuenta el dinero y en la que un salario ganado honradamente no permite vivir. Según Kultura, Edward Gierek, uno de los últimos dirigentes comunistas polacos, declaró a comienzos de los ochenta: "Como no podemos hacer el socialismo para todos, hagámoslo para unos pocos". Es como si los promotores del capitalismo en el Este se hubieran contentado con este cínico objetivo instaurando un sistema que beneficia a unos pocos y no aporta nada, en el plan material, al resto. Como expresan las estadísticas sobre los diez últimos años, que muestran que en esos países el desarrollo no ha progresado un ápice.

K. S. Karol es experto francés en cuestiones de Europa del Este.

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