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LA CRÓNICA Bogotá y un señor de Murcia IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

He pasado una semana en Bogotá y nadie se ha molestado en secuestrarme. Antes del viaje me llamó mucha gente para decirme que era una locura, que no sabía el peligro al que me exponía, y yo me reía de sus advertencias y temores, pero lo cierto es que poco a poco me iba acobardando y que en mi cabeza no dejaba de resonar el consejo que una amiga me había dado mientras se mesaba horrorizada los cabellos: "¡Ni se te ocurra salir del hotel!". Cuando llegué al aeropuerto Eldorado, mis reservas de valentía estaban bastante menguadas y me había hecho a la idea de que mi estancia en Bogotá se iba a parecer mucho a la del señor de Murcia de Ninette y un señor de Murcia, aquel personaje de Mihura que se fue a conocer París y regresó sin haber visto nada.Lo que yo entonces no podía imaginar era que iba a ocurrir exactamente lo contrario. Al poco de llegar intervine en una mesa redonda con escritores españoles y colombianos, y cuando todo acabó volví a mi habitación del hotel, en la que me esperaban tres mensajes escritos que decían más o menos así: "Le ha llamado la maestra María Auxilio Morales. Que la llame urgentemente". ¿María Auxilio Morales? No había oído ese nombre en mi vida, pero no pasó mucho tiempo antes de que lo volviera a oír. Sonó el teléfono y era ella, María Auxilio Morales. Me dijo que había asistido a la mesa redonda, que se había sentado en la tercera fila a la izquierda y que entre ella y yo existía una armonía superior: "Usted y yo tenemos que ser socios. Socios de un escribidero. Tenemos que vernos y comentarlo, ¿por qué no dentro de una hora?". Empecé a sospechar que aquella mujer no estaba muy bien de la cabeza, pero no estuve seguro hasta que me dijo que vivía en una Colombia comunista revolucionaria. No dijo que fuera comunista y revolucionaria ni que soñara con un Estado así o asá. Lo que dijo fue eso, que vivía en una Colombia comunista revolucionaria, y yo antes de colgar le dije que la llamaría en cuanto tuviera un rato libre.

Pregunté a varios escritores de allá si sabían lo que era un escribidero y ninguno de ellos había oído jamás la palabra. "Se trata de una loquita, una de esas loquitas que abordan a los escritores para contarles sus delirios", me dijeron. Yo no volví a pensar en ella hasta que el teléfono me despertó al punto de la mañana: "¿Qué buena idea la de nuestro escribidero, ¿verdad? Escribideros, muchos escribideros: eso es lo que necesita nuestra Colombia comunista revolucionaria". Yo le dije que sí, que tenía razón, y me eché a las calles de Bogotá en cuanto conseguí colgar. Paseé aquel día por el barrio de La Candelaria, con sus bonitas casas de aire andaluz, sus suelos de ladrillo, sus iglesias de estilo colonial, sus placas consagradas a la memoria de los próceres de la República.

Cada vez que volvía al hotel me encontraba nuevos mensajes suyos hablando de "nuestro" escribidero e insistiendo en verme lo antes posible. Ahora cualquier lugar me parecía más seguro que mi habitación del hotel. Volví a las calles de Bogotá. Recorrí el barrio de La Perseverancia, el preferido de los intelectuales, almorcé y cené en los restaurantes del Parque de la 93, me convertí en un asiduo de los mercadillos de artesanía de la Séptima, subía al Montserrate, que se parece poco a Montserrat pero mucho a una mezcla del Tibidabo y Montjuïc, y tuve la sensación de encontrarme en una Barcelona irreal en la que el Mediterráneo hubiera sido sustituido por un mar de casas habitadas por siete millones de colombianos. Paseé incluso por los barrios por los que me habían dicho que no debía pasear solo, y ningún peligro me parecía mayor que María Auxilio, a la que me imaginaba bajita, morena, con la mirada intensa y brillante de los hipnotizadores.

Al final no pasaba en el hotel más tiempo del necesario para descansar. Fue así como logré librarme de la pesadilla que me perseguía. El último día, sin embargo, acababa de pagar mi cuenta de teléfono en recepción cuando una mujer a mi espalda gritó mi nombre. La miré: era bajita, morena, con la mirada intensa. Sin dudarlo un instante, eché a correr hacia la salida. Aquella mujer consiguió alcanzarme en las pesadas puertas giratorias. Repetía mi nombre a voz en grito, y sólo al cabo de unos segundos vi que con una mano me tendía un pasaporte, mi pasaporte, abierto por la página de los datos personales. "Se lo había dejado en recepción", dijo, no sin perplejidad, y yo traté de recuperar la dignidad y di un último paseo por las calles de Bogotá.

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