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Los pintores del celuloide

Hace un par de semanas, entre las cosas no estrictamente cinematográficas, pero íntimamente relacionadas con el cine, que organiza cada octubre el festival de Valladolid, se nos puso en bandeja el regalo de emprender un recorrido en vivo dentro de algunas ideas matrices de la ingente obra cinematográfica del pintor y decorador húngaro Alexandre Trauner, quien enriqueció de forma sustancial, durante más de medio siglo, con sus célebres trabajos de creación de espacios y de invención de imágenes y fondos de imágenes, el cine estadounidense y el europeo, sobre todo francés.Merece la pena entrar con los ojos bien abiertos en la luminosa sala lateral del teatro Calderón, y allí percibir que uno se encuentra cercado, en el rincón que alberga esta apretada síntesis del Trauner cinematográfico, por ideas y prodigios que saltan de una obra inabarcable, casi colosal. Entrar en esa sala se parece a recibir frontalmente, en pleno rostro, un golpe de esencia de cine imperecedero, de ese cine irrepetible que ya comienza a no hacerse y a convertirse en fuente de nostalgia. Al repentino estallido de los lienzos y los bocetos, de los colores y los volúmenes -Trauner fue también pintor puro, del que el museo de su ciudad natal, Budapest, guarda una ancha y generosa colección, que alcanza a 1993, año de su muerte-, se añade, en ese golpe de asombro, algo inefable o muy difícil de expresar, de lo que para entendernos podemos decir que posee algo tan impreciso, pero tan fácilmente reconocible, como es el aroma de celuloide.

Todo huele a cine, a puro cine, en ese cerco de signos y ámbitos. Se mueve a nuestro alrededor, miremos donde miremos, un torbellino de ideas que hierven, de larvas de movimientos de películas atrapadas para siempre entre las redes de la retina. Y poco a poco, de la explosión de formas en que uno se ve envuelto, comienza a brotar sin convocarlo un chorro de títulos, algunos sagrados, de la historia del cine: Les enfants du Paradis, El muelle de las brumas, casi toda la obra final de Marcel Carné, el Otelo de Welles, Tierra de faraones, de Hawks, Rififí de Dassin; algunas obras mayores de la etapa final de Billy Wilder, como Testigo de cargo, Ariane, El apartamento, Irma la dulce, Bésame, tonto, La vida privada de Sherlock Holmes, Fedora, además de El hombre que pudo reinar, de John Huston, y Mr Klein y Don Juan, de Joseph Losey. Y éste es sólo un puñado cogido en el aire de ese chorro de títulos de películas que, sin ser llamados, emergen de la hermosa secuencia de los cuadros de Trauner.

Hay una zona, incluso un rasgo distintivo, en las películas tras cuyas imágenes y ámbitos se esconde la mano de un talento pictórico como el de este artista. Pero parece que hay quienes consideran que se trata de un rasgo del cine muerto o moribundo. No sé quién -uno de esos profetas sin nombre de la ideología del marketing de Hollywood- dijo que en el cine que viene van a desaparecer muchos oficios, y uno de ellos es precisamente el que Alexandre Trauner condujo a una de sus cumbres. Por lo visto, entre las previsiones que esta gente intrusa tiene en la saliva de engrasar su negocio estará, a no tardar mucho, la consigna de que no haya más fábrica de estancias y volúmenes cinematográficos que la derivada del manejo de pantallitas de efectos especiales, que ya son más veloces y pronto serán más baratas que la mano de un pintor.

Un buen actor, Samuel L. Jackson, que intervino en la cochambre de lujo Matrix, bromeaba hace poco, sin ocultar su queja detrás de la ironía, de la imposibilidad que encontró para concentrarse en el juego interpretativo, al tener que moverse ante el lienzo gris e inhóspito del telón de fondo que, en la filmación inicial, proporciona a la cámara los huecos de pantalla que luego serían rellenados por la fría inanidad de los efectos circenses e impersonales del humo digital. Una simple habilidad mecánica quiere ocupar el lugar del genio de Trauner y sus colegas. La mecánica, que cuanto más sofisticada menos lugar deja a la imaginación, tiene ahora la osadía de vaticinar la expulsión del pintor del proceso de creación de lenguaje cinematográfico. Y es ahí, haciendo frente a esta nueva burda intrusión de la pezuña en el caviar, donde el hervidero de cine que se aprieta dentro del centenar de cuadros y bocetos de Trauner expuestos en Valladolid cumple, además de admirarnos, la función de escandalizarnos.

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