Almodóvar políticamente correcto
Las transiciones políticas que tienen lugar en Portugal, Grecia y España en la década de los setenta tienen en común el mismo propósito y llegan al mismo resultado: cambiar el régimen político confirmando el sistema social. Difieren, sin embargo, en la modalidad del tránsito, pues mientras Grecia y Portugal rompen radicalmente con el régimen anterior y, en consecuencia, condenan al retiro a la inmensa mayoría de su personal político, en España la ruptura muere a manos de la izquierda convencional: Partido Comunista de Santiago Carrillo y PSOE de Felipe González. La reforma se convierte así en máscara y coartada de la autotransformación del franquismo y de sus actores y beneficiarios. Gracias a ella, desde el jefe del Estado y su jefe de Gobierno hasta la casi totalidad de la estructura de poder de la dictadura, incluida la policía política, adquieren una nueva legitimidad: la de compartir la paternidad de la democracia. Esa heroica condición rescata y justifica su pasado y garantiza en el presente y en el futuro su patente democrática. A partir de ahí, la resistencia al franquismo queda cancelada y subsumida en la transición, que otorga a todos, franquistas y antifranquistas, el mismo tratamiento de autores del cambio. Lo que hace que la anunciada ruptura inicial, pronto reducida a reforma y degradada inmediatamente después a simple ingeniería institucional, se revele como el mecanismo más idóneo para la confirmación definitiva del entramado social y económico del franquismo y de sus principales protagonistas: grupos económicos, grandes familias, cúspide del estamento profesional, poderes mediáticos, cuadros superiores de la Administración pública, establishment académico. Ahí estaban y, con algunos retoques y aditamentos, ahí están. Desde esa perspectiva, Franco no pudo dejarlo todo mejor atado y la transición española fue efectivamente ejemplar.Pero la crónica leal de los hechos, ajustada a lo realmente sucedido, no correspondía ni a las expectativas de los grandes centros mundiales del poder, que, para alistarnos gloriosamente entre sus súbditos, reclamaban una España posfranquista libre de toda mancha, ni a la impaciencia ética de las democracias occidentales. Pues éstas, después de haberse culpabilizado durante 40 años por el abandono de la República Española, ya no podían esperar más -y no aceptaban- que se pusiese reparo alguno al gozo de su autoabsolución. Para ellas era necesario creer que, en unos pocos meses sin tiros ni traumas, Franco y los franquistas se habían extinguido y el país se había poblado de demócratas de toda la vida. Un milagro y sobre todo un modelo excepcional que había que elogiar y repetir.
Ahora bien, por debajo de esta prodigiosa normalización democrática, una España tan en estricta continuidad con la anterior, tan políticamente modosa y de recibo, era incompatible con la nostalgia de la otra España, que, en el imaginario social de los europeos, seguía siendo el referente de lo insólito, la aventura, lo heroico. Esa espera incumplida, esa frustración de la ruptura, ha venido a remediarla Pedro Almodóvar a caballo de su cine y de la movida.
En Francia, con su mirada entre admirativa y paternalista para lo español, la celebración almodovariana ha sido triunfal, unánime. Desde la presentación y premio en Cannes de Todo sobre mi madre el pasado mes de mayo, Pedro Almodóvar es una presencia que no cesa: periódicos, semanarios de información general, revistas de todo tipo, publicaciones cinematográficas, han abundado en comentarios y entrevistas. La Pequeña Biblioteca de los Cuadernos del Cine publicó en español y en francés el guión de la película premiada; el Champo, templo de los cinéfilos, dedica desde hace veinticinco semanas una sala a una retrospectiva completa de sus películas, y en la última semana de octubre, más de cinco meses después de su estreno, el filme se seguía proyectando en París en siete salas. Con todo, lo más sobresaliente de esta apoteosis es que viene acompañada no sólo de la referencia a la crítica social, indisociable de toda consideración sobre el universo fílmico de Almodóvar, sino de su subrayada vinculación al antifranquismo. Frédéric Mitterrand, sobrino del antiguo presidente de la República y uno de los personajes mediáticos más populares en su país, escribió en la revista de información televisiva de mayor tirada, Télépoche: "Durante cuarenta años, España durmió con un sueño de plomo bajo los efectos de tres poderosos somníferos: la policía, la censura y la Iglesia. El paso a la democracia en 1975 no pudo acabar con esa realidad comatosa..., sólo lo consiguió la movida..., impulso de todo un pueblo hacia la libertad..., mirada devastadora sobre la época anterior..., y Pedro Almodóvar fue (es) el hombre de la movida, esa revolución dulce y radical...".
Pero ¿cómo Almodóvar, más allá de la, a mi juicio, indudable calidad cinematográfica de su obra y de sus extraordinarias condiciones de vendedor, ha podido convertirse en el símbolo de la ruptura con la España de Franco? Y sobre todo, ¿cómo ha logrado imponerla frente a la consideración casi unánime de los historiadores españoles sobre la conveniencia y el éxito de la autorreforma y en contra de un tan vasto consenso político de los partidos democráticos -desde la derecha civilizada hasta los eurocomunistas- sobre la ejemplaridad y las excelencias de la autotransformación del franquismo? Para conseguirlo, Pedro Almodóvar se ha identificado con una opción que tenía vocación de dominante, convirtiéndola en su terreno de juego y procediendo, desde él, al desmantelamiento implacable del franquismo cotidiano. ¿De qué opción se trata? Recordemos que la consagración democrática del sistema social que nos venía del franquismo coincidió con la ausencia de cualquier alternativa a la economía capitalista de mercado, y sobre todo con la irrupción de la ola liberal y el reflujo occidental del Estado. El rechazo de los valores socialpúblicos -primado de lo común, compromiso militante, solidaridad colectiva- da paso a la absolutización del individuo y de sus vínculos y prácticas interpersonales: pareja, familia, amigos, grupo profesional, tribus sociales. Lo socioeconómico, con la crisis que persiste y el paro que no acaba, y lo sociopolítico, con el desencanto y la quiebra ciudadana, dejan el campo libre al ejercicio socialprivado, que, tomando pie en una subideología de la modernidad que algunos califican de posmodernidad -Eduardo Portela, más certeramente, la llama bajamodernidad-, pronto lo señorea todo e impone sus temas predilectos: la desustanciación de lo real, la religión del ego, el fin de las certezas, el culto del éxito, la evanescencia de los límites, la dogmática del placer, la glorificación de la indiferencia, la labilidad del ser.
Pedro Almodóvar hace suya esa opción, radicaliza sus planteamientos y utiliza como arma de combate la provocación, cuyo uso ha puesto de moda la publicidad invadiendo todos los campos de la comunicación. En sus manos, el tratamiento provocativo es burla de los valores de la España franquista, mofa de las instituciones públicas y privadas de la dictadura, sarcasmo de los modos sociales de su clase dirigente. Almodóvar, en Tacones lejanos, ridiculiza a la magistratura al presentar al juez instructor Domínguez (Miguel Bosé) al mismo tiempo como un chivato de la policía (Hugo) y como un travestido de cabaret (Letal); se pitorrea de la religión cada vez que ésta asoma la cabeza y se sirve de la vida conventual de Entre tinieblas -Julieta, la madre superiora de las Redentoras Humilladas, es lesbiana y drogadicta- para un ajuste de cuentas definitivo con sus representantes más cualificados: monjas y sacerdotes; escarnece inexorablemente a la policía en todas sus apariciones y la instituye en protagonista de la contraepopeya del orden que es Carne trémula; la patria y sus monarquías son objeto de chirigota en Laberinto de pasiones, y nos presenta a la familia tradicional como pura coña, un viejo armatoste que, sin dinero -¡Qué he hecho yo para merecer esto!- o con dinero -Todo sobre mi madre-, sólo merece el desguace.
Pero es en las formas, más que en los contenidos, donde culmina el rompimiento con los usos de la dictadura. Frente a la alergia de la ordinariez y a la veneración por lo distinguido que la burguesía franquista ha escogido como divisa, Almodóvar reivindica la preferencia por lo chabacano y las maneras groseras, la predilección por el horterismo y la verbalización soez. Para imponer aquella materia y estos modos se enrola en la causa de lo políticamente correcto, hoy de circulación y vigencia casi unánimes, y lo desborda en su tratamiento. Más allá de la simple rebelión de las minorías, lo que su cine reclama es la vocación que tienen los grupos minoritarios de ser portavoces de los nuevos valores sociales, lo que proclama es su función axiogenética. A Almodóvar no le basta con que se conceda a las minorías -étnicas, sexuales, de marginados sociales, etcétera- el pleno reconocimiento de su derecho a existir -es decir, su normalidad minoritaria-, sino que pretende que se enaltezca la calidad moral de los protagonistas de los comportamientos anómicos, lo que confiere al horizonte simbólico de los desviantes la condición de excelencia. Los últimamente buenos en el universo almodovariano, los redentores de la maldad del mundo, son los travestidos, los drogadictos, los excluidos sociales, las malas madres. Sin necesidad de leer los análisis sobre la anomia en la sociedad norteamericana actual de Patrick Moyrinhan -defining deviancy down- y de Charles Kranthammer -defining deviancy up-, Almodóvar sabe muy bien que sólo puede llegarse a la convergencia social entre lo normal y lo desviante, que constituye el eje central de lo políticamente correcto, si se priman mayoritariamente los valores de la marginalidad minoritaria. Su aceptación pública y colectiva es la única que puede tener poder constituyente, capacidad fundante.
Por dicha razón, los contenidos rupturistas de la movida madrileña -que fueron en sí mismos irrelevantes, en cuanto simples remedos de comportamientos más radicales que les habían precedido en otros contextos- sólo alcanzaron valor de referente cuando el poder político los generalizó al hacerlos suyos. Los escándalos de la movida, si los comparamos con las acciones lúdicas de contestación social de los años sesenta y setenta -por ejemplo, los usos del cuerpo del accionismo vienés de Otto Muhl cuando, subido en una columna en medio del escenario, orinaba desnudo sobre muchachas cubiertas de excrementos-, fueron de una gran ingenuidad; como lo fueron las celebradas jeringuillas de las madrugadas locas de Malasaña en relación con el opulento supermercado de la droga que ha estado siendo, durante tantos años, Amsterdam, o con los casi 25 millones de drogadictos USA. Lo significativo de la movida no residía en la intensidad de la fractura social que pudiera producir, sino en la eficacia de su recuperación institucional, en la perfección del tránsito desde la minoritaria y discontinuamente tolerada disidencia cultural del tardofranquismo hasta la adopción pública y social de la contracultura urbana del 68 -un poco pasada de tiempo- como expresión de la libertad sin límites de los ocios democráticos de masa en el primer posfranquismo.
Almodóvar perfecciona esta oficialización de la ruptura socialprivada con el franquismo aumentando el coeficiente popular de sus filmes, llenándolos de buenos sentimientos y de happy ends, acendrando su dimensión melodramática y adoptando el modelo de las fotonovelas, en las que el amor lo gobierna todo. Los Romeo y Julieta de la anomia son la abogada María Cardenal y el torero Diego Montes de Matador, para los que el orgasmo es indisociable del acto de matar, por lo que el morir de amor, que es su único destino posible, se realiza en la acción conjunta de amar y matar, y consiste en matarse para amarse. La sentencia de Agustín de Hipona "ama et fac quod vis" -"ama y haz lo que quieras"- podría ser, casi sin provocación, el leitmotiv de la obra almodovariana.
Almodóvar, combinando subversión marginal y corrección política, ha puesto punto final al franquismo cotidiano. Pero su triunfo, que ha servido, en alguna medida, de revancha a los vencidos, ¿no ha funciondo, a pesar suyo, como coartada para perennizar la cúpula social y los poderes económicos que nos venían de la dictadura?
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