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Los desheredados de El Ejido

Cerca de 3.000 inmigrantes africanos, los últimos en cruzar clandestinamente la frontera, sobreviven en Almería entre ratas y basura

El España hay lugares que no existen, habitados por seres que tampoco existen. En España hay cerca de 3.000 africanos sin nombre viviendo entre ratas y basuras. No forman parte de las estadísticas, ni figuran en la red gubernamental de campos de acogida. Los ayuntamientos los ignoran y apenas reciben ayuda humanitaria. Sin embargo, en los invernaderos de Almería, en el corazón de una de las zonas agrícolas más prósperas de la Unión Europea, estos inmigrantes sin papeles, los últimos en cruzar clandestinamente la frontera, han creado un mundo propio al margen de una población autóctona capaz de obtener beneficios de 160.000 millones anuales en 35.000 hectáreas de cultivo bajo plástico.Estos españoles necesitan la mano de obra de los inmigrantes, pero muchos se resisten a aceptar a los diferentes. Éstos, marroquíes, argelinos, senegaleses y malineses, han ido alejándose cada vez más de unos vecinos hostiles que cambian de acera cuando esperan el autobús, se niegan a alquilarles viviendas, les cobran el doble en los bares o reservan el derecho de admisión en los burdeles donde trabajan las mujeres blancas recién llegadas del Este.

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Vengarse del pasado

Así han nacido los focos de chabolas de El Ejido y Níjar, y las fantásmagóricos casas de citas que rompen la monotonía de los interminables invernaderos en la comarca del Poniente. Estas mujeres, inmigrantes clandestinas ellas también, comparten con su clientela la lucha diaria para sobrevivir en un medio adverso.

Es miércoles 20 de octubre y cae el diluvio sobre Almería. Cerca de la Loma de la Mezquita, al sur de El Ejido, más de un centenar de magrebíes se afanan en proteger los techos de sus viviendas con cuerdas y restos de inodoros que utilizan como contrapeso. El poblado, construido con palos, tablones y los plásticos sobrantes de invernaderos, enfangado y oscuro, ofrece una imagen surreal. En el interior de una de las chabolas, Mordine, de 29 años, cuenta cómo viajó en 1997 desde la pobreza de Fez (Marruecos) hasta la miseria de Almería. Mientras narra su historia -tan similar a la de miles de inmigrantes- hay que cambiar varias veces de lugar, porque el agua cae a chorros sobre los muebles rotos rescatados del vertedero.

En la pared de tela y cartón junto a la que duermen nueve magrebíes, los posters de los futbolistas comparten espacio con grandes mapas de África y Ámerica. Una cuerda entre dos picos sirve de armario, y un clavo tras otro hacen de percha. A la hora de comer apartan un colchón y colocan una madera cubierta con un mantel de hule. Sobre ella, el guiso, el té y una vela para no meter la mano con la que comen en la ración del vecino.

En medio de esta miseria que no tiene ventanas por donde escapar, entre tanta humedad y olor fétido, los amigos de Mordine han colgado una gran lámpara de acero inoxidable de siete brazos. Está bien conservada, aunque carece de bombillas y el enchufe más próximo se encuentra a medio kilómetro, en el interior de los edificios que rodean la parte sur de El Ejido.

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Tal vez ha sido la necesidad de incluir en sus vidas algo que les recuerde a una casa; o quizás el deseo de acercarse remotamente al concepto de la belleza, lo que ha movido a estos inmigrantes a suspender de un cordel un objeto tan inútil como estrafalario. Probablemente, los mismos sentimientos de los vecinos de Abdelá, que han cubierto el cabecero de los pallets sobre los que duermen con una colcha de ganchillo con más agujeros que dibujo.

Abdelá (24 años) vive en el asentamiento de Santa María del Águila, en la falda de la sierra de Gádor. Se cayó hace 36 días mientras reparaba un cortijo. Un hierro le ha seccionado los tendones desde la muñeca hasta el codo del brazo derecho. Abdelá dice que en los invernaderos los tratan como "a máquinas", que no les dejan descansar, ni comer lejos de los pesticidas. Tampoco cobran, añade, lo mismo que los recolectores españoles, y el patrón les endosa por costumbre una hora, gratis, a las ocho pactadas en el convenio. Y que cuando protestan, les espetan: "Si no estáis contentos, os váis. Hay miles como vosotros". Por eso este chico de 24 años, natural de Khourbga, a cien kilómetros al sur de Casablanca, parece enfadado con toda la humanidad, especialmente la del primer mundo. En un gesto que trata de ser hostil, pero que sólo transmite desamparo, mira desafiante a su alrededor mientras pregunta: "¿Esta mierda es Europa?".

Su historia es tan desgraciada como la de cualquiera en este asentamiento. Y el entorno, una copia de la loma donde vive Mordine o las que emergen en las proximidades de Níjar. Aunque tal vez la de Santa María del Águila sea peor, porque para llegar hasta aquí no sólo hay que sortear charcos y ratas. También se atraviesan montones de escombros, paredes derruidas y un túnel que sólo Dios o Alá saben las veces que ha servido de mingitorio. Abdelá lleva el brazo escayolado, corre peligro de infección, pero el médico no se ha atrevido a recomendarle higiene.

Unos compatriotas suyos se recuestan sobre un muro, a cubierto, esperando que escampe. Cuando se reanude el trabajo en los invernaderos recorrerán los diez kilómetros que les separan de El Ejido, donde, a las siete de la mañana y a las tres de la tarde, se deja caer algún agricultor en busca de jornaleros. Mientras tanto contemplan en la lejanía cómo Alí se acerca lentamente hasta el campamento. Viste un anorak gris y trata de cubrirse con un pequeño paraguas que el viento voltea. En la otra mano lleva una bolsa de plástico con barras de pan. Cuando se junta con sus compañeros, empapado de pies a cabeza, apenas saluda. Los otros miran hacia la bolsa y ven que la lluvia ha transformado el pan en una sémola incomestible. Se encogen de hombros y continúan mirando al vacío. Resulta difícil encontrar esa tarde en El Ejido una imagen tan real de la desolación.

Tal vez haya que esperar hasta la noche del viernes para que la marginación dé otra vuelta de tuerca en estos parajes. Entonces los magrebíes, que se hacinan en "chabolas, cortijos abandonados, torres eléctricas, cochineras, cuadras e invernaderos abandonados", según un informe inédito del Defensor del Pueblo de Andalucía, son tal vez más conscientes de lo lejos que están sus familias y de cómo los núcleos urbanos más próximos les dan la espalda. Para estos hombres solos se han levantado los burdeles entre los plásticos.

En la chabola de Abdelá, muchos reconocen que se dejan allí buena parte de las 4.000 pesetas diarias del jornal. Alguno hasta dice, riéndose, que está "enganchado". Pero no sólo del sexo. Tratar con las chicas de los burdeles, quizás más víctimas aún que ellos, les convierte en importantes. "Es la única forma que tienen de escapar de la depresión: estar con mujeres, bailar durante toda la noche en un lugar donde nadie los desprecia. De lo contrario, se echarían a llorar", comenta Omar, un magrebí muy culto que trabaja para la ONG Almería Acoge.

Hasta en una noche de lluvia en la que nadie trabajó, el Montecarlo y Las Damas de Scorpio, dos de las casas de citas cercanas al foco de Santa María del Águila, permanecían abiertas. En Las Damas de Scorpio sólo se entra si lo permite el portero marroquí, que conoce quién paga y quién no entre el medio millar de compatriotas que malviven por la zona. Dentro del local, una atractiva latinoamericana de caderas inmensas ríe con los magrebíes de la barra. Sus compañeras parece que están ocupadas. Probablamente ninguna tiene papeles, y eso las obliga a entrar en Europa desde el escalón más bajo.

La comarca del Poniente -desde Adra hasta Aguadulce- alberga la mayor concentración de prostíbulos de toda la costa andaluza, anunciados además desde las vallas publicitarias a pie de carretera. Una de ellas, situada a la entrada de El Ejido viniendo desde Almería, muestra un trasero femenino con una mano en la nalga. En otras ocasiones se limitan a anunciar el número de señoritas recién llegadas de Rusia dispuestas a atender al público en este o aquel club.

La concentración de locales de ocio en la zona del Poniente, sólo equiparable al número de sucursales bancarias y gestorías, da idea de la fluidez con que circula el dinero. Según Eduardo López, secretario provincial de la Confederación de Organizaciones Agrarias y Ganaderas (COAG), 17.000 empresarios agrícolas controlan en las comarcas de Poniente, la Vega y Níjar alrededor de 35.000 hectáreas de invernadero. Cada una de ellas renta entre seis y diez millones al año. Este cultivo intensivo, que en menos de tres décadas ha elevado a Almería del puesto de cola en la renta per cápita al nivel de las provincias acomodadas, demanda diariamente 100.000 empleos directos, de los cuales 20.000 son cubiertos por los inmigrantes. López calcula que la mitad de ellos carece de documentación.

El secretario de COAG rechaza "el tópico" del empresario que se aprovecha de los sin papeles. "Algunos hay, pero son minoría", opina. López insiste en que todos se benefician del aprovechamiento del sol, la gallina de los huevos de oro para los almerienses. El plástico genera hasta tres cosechas al año y permite que el ciclo de las judías, por ejemplo, se cierre desde la siembra a la recogida en sólo 40 días.

"Yo pago lo mismo a los españoles que a los de fuera. Los convenios son de palabra, pero cumplimos", añade este empresario, hijo él mismo de emigrantes, que reduce las bolsas de marginación extrema a "los que están de paso y a quienes no les gusta trabajar". Estos focos, según cálculos de Almería Acoge y el Defensor del Pueblo, afectan a unas 3.000 personas. No son las que viven en las antiguas casas de labranza que los empresarios abandonaron al enriquecerse. "Tienen hasta su cuarto de baño", dice. "¿Qué si les cobramos? Sí, claro, pero muy poco, unas 10.000 pesetas a cada uno".

La antropóloga Ángeles Castaño, que lleva más de un año analizando las condiciones de vida de la inmigración local, se enfada ante comentarios de este tipo. "Viven en grupos de diez o más. Al final el empresario se embolsa un alquiler de 100.000 pesetas mensuales por casas semiderruidas, y encima le cuidan las herramientas y regulan las bandas de aireación del invernadero".

"Con ese dinero", añade Ángeles Castaño, "podrían vivir a todo lujo en primera línea de playa". Pero ella sabe que muy pocos alquilan pisos a los inmigrantes. Cuando buscó casa para casarse con Omar, tuvo que escuchar al otro lado del teléfono: "Con los moros, nada". O ver cómo trataban de cobrar a su marido doble precio en los bares. Ella enseña posavasos cuyo reverso incluye las tarifas abusivas con la anotación: "Para moros y negros".

Es sólo una pequeña anécdota entre el rechazo que Omar y los demás palpan a diario en El Ejido. Ángeles y Omar albergan tan escasas esperanzas de cambio que cuando se les pregunta qué futuro desean para Rachid, el pequeño niño de ambos, contestan sin vacilar: "Vivir lejos de aquí".

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