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Los drogadictos huyen de Bach

Leí la noticia con estupor hace unos días en las páginas de Sociedad de este periódico. "A principios de noviembre, la estación de trenes de la ciudad de Heerlen, cerca de Maastricht, va a utilizar música clásica para combatir la presencia de consumidores de drogas duras que se dan cita habitualmente en sus pasillos. Los holandeses han tomado la idea de la compañía del metro de Hamburgo, donde la difusión de obras de Bach, Beethoven y Gershwin ha dado muy buenos resultados". Parece ser que también Chopin se va a incorporar a esta inquietante cultura disuasoria.El mundo de la música clásica vive en muchas ocasiones en el limbo, aunque sus presencias y repercusiones son inevitables. La dimensión social adquiere visos de necesidad. Yehudi Menuhin apadrinaba un proyecto para la tolerancia que trataba por medio de la educación musical la integración de los niños de los sectores más marginados en una cultura de la convivencia. Los esfuerzos por una educación sonora al alcance de todos no suelen gozar de adhesiones entusiastas. Es un tema considerado de segundo orden por las fuerzas sociales, y ahí están como muestra las dificultades que en nuestro país han tenido las escuelas de música elementales para su implantación. Así, claro, al final hasta los drogadictos huyen de Bach.

La cultura musical de la periferia de las grandes ciudades sobrevive como puede. Fue por ello muy emocionante comprobar el recogimiento y la atención con los que un público mayoritariamente joven siguió en Leganés un cuarteto de Dvorak en la inauguración del nunca suficientemente elogiado Festival Madrid Sur. Se aplaudía cada movimiento, tenía carta de naturaleza el silencio, se asistía a un descubrimiento de la música de cámara para muchos con la complicidad de un grupo de Sarajevo superviviente del frío y de las bombas. Jesús Ferrero expuso en un memorable artículo en este periódico los desafíos y turbulencias del extrarradio de las grandes aglomeraciones urbanas. La separación entre el cogollo de los elegidos y la dispersión de los masificados alcanza en la música cotas preocupantes. Dos culturas caminan casi sin mirarse.

Uno de los artistas que han facilitado una vía de comunicación entre la música clásica y la llamémosla vida real es el director de escena Peter Sellars, desenvolviéndose además en un territorio tan complejo como el de la ópera. Su trilogía Mozart-Da Ponte fue representada en campus de universidades americanas antes de saltar a espacios de las afueras de grandes ciudades europeas, como Bobigny en París. En Don Giovanni, el protagonista y Leporello estaban implicados en la distribución de droga dentro de una escenografía ambientada en los barrios negros más duros de Nueva York. También en París, Sellars situó La carrera del libertino, de Stravinski, hace tres años, en una cárcel californiana. No era una gratuidad. Estados Unidos es uno de los países con mayor porcentaje de presos por habitante, y California está a la cabeza de estas estadísticas. Obviamente, el mayor número de detenidos procede de las comunidades marginales y está en gran medida asociado a la distribución de droga. Sellars hizo este Stravinski con cantantes como Paul Groves y Willard White ( los mismos que han estado este verano con La Fura y el Orfeón en Salzburgo) y con un director musical como Esa-Pekka Salonen, acostumbrado a mover a la Filarmónica de Los Ángeles por los barrios más desamparados de la megalópolis americana.

En el Teatro de Madrid, Sellars dirige a partir de mañana Historia de un soldado, de Stravinski. Es otra forma de contemplar el teatro musical, menos edulcorada, más áspera, que la de muchos teatros de campanillas, aunque Sellars también frecuenta éstos, como lo demuestra su vinculación al Festival de Salzburgo durante la pasada década, con óperas como San Francisco de Asís, de Messiaen, entre televisores y luces de neón, o una futurista versión de El gran macabro, de Ligeti. Y lo hace con la misma naturalidad con la que se embarca en un proyecto con la escritora Alice Goodman y el compositor John Adams, del que han salido títulos como Nixon en China o La muerte de Klinghoffer.

El desparpajo y el sentido de la libertad de Peter Sellars pueden aportar quizá un granito de arena para que en un futuro próximo algunos drogadictos, marginales, habitantes de los barrios periféricos, jóvenes rebeldes o ciudadanos normales no salgan corriendo cuando escuchen un fragmento musical de Mozart, Haendel, Stravinski o Messiaen, sino que lo consideren algo incluso próximo. La música de Bach debería aportar un consuelo y jamás convertirse en una pesadilla.

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