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La llanura infinita

La tragedia andaluza tiene desde la semana pasada un nuevo nombre: La llanura, de Martín Recuerda. Sólo han transcurrido cuarenta y cinco años entre un fallido y un verdadero estreno de este texto, hecho desde la memoria infantil de la guerra: "Nos habían dicho a los niños que de madrugada veríamos, el que quisiera, subir camiones llenos de hombres y mujeres por la Cuesta de Gomérez hasta llegar a las tapias del cementerio y otros después llenos de soldados, para lavarse las manos que traían llenas de sangre".Es fácil comprender por qué en los otros cuarenta años, los del franquismo, los del oprobio, no fue posible llevar a la escena este doloroso alegato. Entonces sólo subían a los escenarios el miedo y la charanga. Cuarenta años de teatro de la derecha, lo llamó Monleón. Se dice pronto.

Lo más impresionante es cómo ha resistido este texto el paso del tiempo, como si hubiera estado metido en una burbuja, como si en realidad no hubieran pasado tantos años. Entre el cúmulo de sensaciones que despierta en el espectador, tal vez sea ésa la que más se prolonga. Claro que la actualización hecha por Helena Pimenta, potenciando lo esencial y apartando lo accesorio, armonizando lo conceptual y lo realista en proporciones admirables, ayuda a acercarnos el drama terrible de aquella familia que ni siquiera supo dónde habían enterrado al padre, después de darle el paseo. (Tampoco sabemos dónde está enterrado verdaderamente García Lorca, a quien Martín Recuerda nos trae en múltiples evocaciones; incluso en el desenlace, con un eco brutal de la Adela de Bernarda Alba).

Hemos dicho acercarnos el drama terrible, que no comprenderlo. Pues una historia así, una guerra como aquélla, escapa a toda comprensión humana. No parece verosímil ni que los Ángeles del Infierno puedan. Tampoco entendemos lo de Bosnia, lo de Kosovo, lo de Chile. A lo más que aspiramos es a vivenciarlo, y ya es bastante duro. Gente joven que asistió a la función nos decía que por primera vez habían captado lo que fue aquel fratricidio, la dimensión del dolor que había detrás de aquellas espeluznantes historias contadas, musitadas más bien, por sus abuelos. En cuanto a la gente mayor, más de uno lloraba en la oscuridad de sus recuerdos.

Pero una cosa sí que nos fue posible comprender, por vez primera, a través del personaje del maestro (excelente interpretación de Mariano Peña, como la de todos los actores); por su retorcido intento de justificar lo injustificable. Y es el drama del franquismo, que sabe que no ha sido perdonado, que ha tenido que sobrellevar una existencia podrida por la indignidad y el remordimiento continuo. Y el drama consiguiente de todo un país, que no ha podido hacerse la catarsis, la que sólo surge del perdón. Por eso no entendemos a quienes quieren impedir que el pueblo chileno tenga la oportunidad que no tuvo el español: reconciliarse de verdad, no de mentira -como nosotros-, a partir de la culpa condenada, ya que la otra, la admitida, los tiranos y sus secuaces nunca la reconocen, sino que se extiende y se extiende por la llanura infinita.

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