Nacionalismo y entropía (III)
IMANOL ZUBERO
Al principio era el caos y la confusión. La física moderna coincide en esto con el relato del Génesis y aún va más allá: el desorden primigenio amenaza permanentemente a todos los sistemas naturales (y, añado yo, a todos los sistemas sociales). Todo, desde la misma vida hasta una obra de arte, es una delicada apuesta contra el desorden, un improbable milagro mediante el cual la organización creadora hace surgir configuraciones complejas que se rebelan contra la tendencia del universo a la entropía, a la degradación de la energía útil, a la simplificación, a la previsibilidad, al equilibrio.
Y nada hay más previsible que un estado en el que ya nada puede ocurrir, como la muerte o la descomposición. Hasta tal punto es así que, según algunos investigadores, la historia del Universo no es más que una sucesión de victorias que acabarán, irremediablemente, en la derrota final: cada vida, cada poema, cada institución social, serían improbables y, por ello, preciosas conquistas, destellos de orden en medio de un torbellino de fuerzas que empujan del cosmos al caos; serían como todos esos momentos y vivencias de cuya desaparición en el tiempo "como lágrimas en la lluvia" se lamenta en la hora de su muerte Batty, el replicante de Blade Runner.
Por eso todo sistema cerrado acaba por sufrir una pérdida total de energía utilizable con algún propósito creador. Un sistema cerrado tiende necesariamente a una sucesión de estados cada vez más probables. El mito de Narciso es, de alguna manera, una metáfora de la entropía: el ensimismamiento acaba con la vida del sujeto activo. Sólo los sistemas abiertos, aquellos que intercambian materia, energía e información con su entorno, pueden combatir la entropía. Privado de este intercambio, cualquier sistema vivo sufre una degradación energética que acaba por condenarlo a su estado de equilibrio, que es sinónimo de muerte biológica.
El nacionalismo vasco sufre un acelerado proceso de degeneración energética. Lizarra ha significado un encapsulamiento del nacionalismo. También ha significado una pérdida de diversidad interna, tan empobrecedora como la pérdida de diversidad biológica o cultural. Con ello puede que acumulen energía, pero se trata de una energía cada vez menos creadora. Hace falta mucha energía para destruir La Pietà a martillazos, pero es una energía inútil. Estos días, cuando se conmemora el veinte aniversario del Estatuto de Gernika, la desviación entrópica del nacionalismo vasco se ha manifestado con la mayor claridad. Estos días el nacionalismo vasco se ha empeñado en destruir La Pietà a martillazos. Se quejaban amargamente los portavoces nacionalistas en el Parlamento de Vitoria por las condiciones en las que fue negociado el Estatuto. Eso lo hace más valioso: el Estatuto fue un milagro de organización creadora en un momento en el que todas las probabilidades políticas actuaban en contra. Desconocer las posibilidades de autocreación y autodesarrollo abiertas por el Estatuto es una frivolidad histórica.
Es también una desleal farsa: nadie puede negar razonablemente que el País Vasco está hoy infinitamente mejor que nunca antes en su historia moderna precisamente gracias al Estatuto, sea cual sea el indicador que usemos. Y, desde luego, nadie puede negar que a los políticos nacionalistas les ha ido muy bien el Estatuto; a todos, tanto a los que nos han gobernado los últimos veinte años como a los que se han opuesto al proceso autonómico: importantes cargos en sociedades públicas, coches oficiales, pensiones que no han de temer el futuro, plazas en la Universidad ocupadas durante años sin someterse a prueba ninguna...
El nacionalismo vasco ha sido capaz de crear un delicado orden político en un escenario histórico donde tal cosa resultaba improbable. Pero ha alimentado también a quienes amenazan ese precioso orden. Jano de dos caras, hoy contemplamos su rostro más terrible: el de la energía inútil, alimentando una historia de ruido y de furia.
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