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Obras Públicas

JOSÉ RAMÓN GINER

Cada vez que lo veo en una fotografía, y resulta ser casi a diario, yo siento una enorme envidia del consejero García Antón. ¡Qué trabajo tan estupendo el suyo! Todo el mundo pendiente de sus actos. Aguardado en todas partes. Si alguna vez hubiera de dedicarme a la política -lo que está lejos de mis pretensiones y, desde luego, de mis capacidades- haría cuanto fuera para alcanzar la Consejería de Obras Públicas. Instalado en ella, batallaría por mantenerme en el puesto el mayor tiempo posible. En punto a lucimiento, admitamos que el cargo no tiene parangón. De cuantos componen el gobierno valenciano, sin duda es el que mejor se presta para la exhibición y uno de los que menores conflictos plantea. Aquí no hay enfermos quejosos, ni sindicatos reivindicativos, ni estadísticas que deban maquillarse. Aquí sólo se trata de vender y de vender con la mejor publicidad posible.

Al consejero García Antón yo lo imagino siempre travestido de Fortuna y acarreando un enorme cuerno en el que amontona, en estudiado desorden, todo un muestrario de obras públicas que ofrece tentadoras. Él pasea, muy ufano, por las comarcas de nuestra comunidad y, según ordenen los vientos de la política, en una deposita un puente; en otra, un tendido de ferrocarril; en aquella, un tranvía; en la de más allá, una circunvalación... Unos centenares de metros por atrás, andamos nosotros, los valencianos, corriendo de un lado a otro, con nuestros alcaldes a la cabeza y tratando de captar la atención del señor consejero para obtener alguna botijuela.

Antes de dedicarse a la política, García Antón ya era un magnífico ingeniero de Obras Públicas. A él se debe el plan hidráulico de la Marina Baja, que repetidas veces ha sido puesto como ejemplo de obra concienzuda. Tentado para la política por don Eduardo Zaplana, García Antón abrazó la doctrina zaplanista con tanto fervor que arrastró con ella a su familia. Hoy predica con la pasión del converso, mientras recorre la geografía valenciana en permanente estado misional, como conviene al cargo.

Días pasados, el consejero García Antón visitó Alicante y prometió a los alicantinos inversiones tan millonarias que muchos ciudadanos quedaron perturbados ante la idea de enfrentarse en los próximos años a una ciudad tan cambiada a la que ahora conocen. De hacer caso a García Antón, Alicante gastará más de 50.000 millones de pesetas en obras públicas, en un plazo muy breve. Con ellos, el consejero y nuestro alcalde, Luis Díaz, piensan construir la Vía Norte, instalar el tranvía por la ciudad, componer unas cuantas obras menores y, lo que resulta del todo extraordinario, acometer la Ciudad de la Luz y el plan de regeneración del casco antiguo. ¡Qué ciudad tan hermosa disfrutaremos en unos pocos años!

Dios me libre de discutir las promesas del señor consejero y mucho menos las de nuestro alcalde, ahora que el señor Díaz se perfila como un nuevo Pombal para el siglo que comienza. Pero, me asalta una duda. Esto que se anuncia de forma tan excepcional, ¿no es, millón arriba, millón abajo, idéntico a cuanto anunciaron ustedes años atrás? ¿No debía comenzar en 1995 la Ciudad de la Luz? ¿Por qué extraña razón serán ahora capaces de acabar las obras del casco antiguo, cuando en cuatro años no han logrado ejecutar más allá del 5% del presupuesto? Sin duda, tendrán ustedes respuestas para estas preguntas. Yo, al igual que otros muchos alicantinos, estaría encantado de escucharlas. ¡Anímense, caballeros, somos todo oídos!

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