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Del caserío vasco

JOSU BILBAO FULLAONDO

La semana que viene, en la sencilla sala Gaspar de Rentería, inaugura exposición el fotógrafo Eduardo Arrillaga (Elgoibar, 1966). La austeridad del espacio conjuga con el tema que se enseña: el caserío vasco. Son cerca de treinta fotografías dentro de un formato medio, con ligeras variantes en las medidas. Más grande para paisajes, exteriores y algunos retratos, y más pequeño para las que ofrecen más información. Un criterio que, abstrayéndonos de su mayor o menor conveniencia, siempre subordinado a una coyuntura determinada, resulta exitoso, pues consigue un recorrido visual ameno. Puede compararse a una modulación de sonidos, subidas y bajadas de tono y timbre, para construir una melodía envolvente.

Después de tomar contacto con la fotografía en el instituto, Eduardo Arrillaga se trasladó a Vitoria para ampliar conocimientos. Luego acudió tres años al Centro de la Imagen de Barcelona y al Institut d´Estudis Fotogràfics de Catalunya. Fue así que empezó a deshilvanar su inquietud por la magia de la luz y la instantaneidad de la imagen fotográfica. Luego llegó el impacto del reportaje sobre la sequía en Sahel de Sebastiáo Salgado; su concepto de la globalidad de un acontecimiento le enganchó. El enriquecimiento icónico vino también por otros autores como Paolo Pellegrin, Robert Pledge o el navarro Koldo Chamorro.

Su trabajo de fin de curso fue en Guatemala: Mayas, hijos del maíz. Se trataba de una colección sobre aspectos cotidianos en el pequeño pueblo de Todos Santos Cuchumatan, al pie de los montes Cuchumatanes, resultado de una convivencia de dos meses con sus habitantes. El interés de las imágenes mereció un distinción en el primer concurso de Reporteros sin Fronteras. Después vino Gorabide, sobre los disminuidos psíquicos, y una colaboración con Veterinarios sin Fronteras que llevó sus fotografías a las páginas de La Vanguardia o The Independent, entre otros periódicos.

La serie sobre el caserío vasco que ahora ha sacado a la luz es fruto de una ardua labor de varios años. Una primera parte se recoje en su libro Herri Baten Arguia, que junto a un texto de Anjel Lertxundi, se publicó en la colección Asombra de Barcelona. Ahora la historia continúa. Los fardos de paja, alimento y cama del ganado, envueltos por plásticos oscuros, con su reflejo a contraluz, se convierten en enormes adoquines campestres que recuerdan la visión nocturna de Les Pavés del gran maestro Brassaï, realizada en 1931 en París. Todo ocurre entre Vizcaya y Guipúzcoa. Azada al hombro, el aldeano enfila la vereda del pinar. La mujer de la casa prepara la comida iluminada por una suave claridad que atraviesa la ventana con barrotes, como para edulcorar el ambiente. Es tiempo de matanza; el cerdo muerto quema su piel en la hoguera antes de ser diseccionado en la tenue luz del portal. Las formas se dibujan precisas y captan la tensión de los carniceros mientras la cocina espera. Dos espacios, una sola imagen aprovecha la complejidad del momento en dos escenarios diferentes pero complementarios.

No faltan pastores conduciendo sus rebaños de ovejas. Monte arriba el joven lleva a la espalda un saco cargado, diría que son manzanas, un cielo atormentado de nubes oscuras parece amenazarle. Marido y mujer, alumbrados por una pequeña bombilla, extienden el fruto de Eva en el suelo del camarote del caserío Urrategi. Cerca espera la prensa para extraer su zumo antes de convertirse en sidra. Los aspectos de modernización agrícola se limitan a los túneles de explotación intensiva. Faltan matices de un agro tecnologizado. No puede faltar lo que parece extinguirse, tampoco los aspectos más actuales (perdurables) sin caer en un exceso de melancolía pastoril.

Un reportaje completo, más intimista que los anteriores, resuelto con tesón y ternura. Con un evidente compromiso solidario. En línea con lo que preconizaba Stefan Lorant en la Alemania de los años treinta. Primero la idea, luego el desarrollo, sin estancarse en el tema, abriendo los ojos hacia otros posibles horizontes.

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