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Excepción y norma

Cuando comenzaba esta década, los políticos franceses, todos ellos, fuera cual fuera su afiliación ideológica, declararon abierta, en las negociaciones donde se fijaron para los años siguientes las reglas del juego del comercio mundial, la batalla de la excepción cultural contra Estados Unidos, e invitaron a todos los países europeos a unirse a Francia en el lado inteligente de la barricada. Su dinámita dialéctica era refinada y contundente, un proyectil amasado con sentido común y olfato para trazar con antelación las rutas del futuro en materia tan delicada, viva y frágil como es el cine y el vasto conglomerado del audiovisual, del que el cine tira y en el que ejerce funciones de locomotora del viejo tren del arte contemporáneo por excelencia, el arte de la imagen en movimiento, que en Europa, con excepción de Francia, apenas si puede avanzar, bloqueado como está en los pocos y estrechos caminos que le deja abiertos el colonialismo estadounidense en esta materia. Es, nada menos, la materia de la libertad de cada idioma y cada cultura para elaborar y extender por el mundo una imagen propia.Todos los políticos franceses están apiñados alrededor de la idea, formulada hace dos décadas por el ministro socialista Jack Lang, de que la producción de cine europeo ha tocado los bordes de la extinción y es urgente poner en marcha un entramado de medidas destinadas a frenar el dominio abrumador de las redes de distribución de películas de Hollywood en el mercado europeo. Es, para ello, imprescindible dar al cine y a toda su escolta audiovisual la consideración de materia cultural y sacarlo con el paraguas de la idea de excepción del juego de los poderes y contrapoderes que gobiernan los mercados. El cine no es un tractor, sino otra cosa que necesita otro tipo de gasolina para funcionar. El audiovisual, dijo por entonces Jacques Chirac, es un asunto demasiado importante para dejarlo a merced de la iniciativa privada. Una idea más que sorprendente dicha por un campeón del liberalismo económico.

Han pasado diez años de aquello y el resultado es visible en las aceras y en los neones de las fachadas de nuestras ciudades. El cine de Hollywood -no sólo el poco bueno que hacen allí, sino el malo, que además de mucho es el peor del mundo- sigue siendo dueño de ellas en toda Europa, salvo obviamente en Francia. La predicción era por tanto exacta y las medidas ideadas para evitarla, las adecuadas. Pero nadie salvo ellos las adoptó. En España aún está fresca la tinta de las palabras que el secretario Cortés pronunció hace tres o cuatro años con aires de petulante autosuficiencia en la Universidad de Santander: "No interesa a España la excepción cultural", es decir, no nos interesa declarar al cine lo que realmente es, cultura. Y añado yo por mi cuenta: que así declaramos mendigo al cine español y dejamos que se alimente con el mendrugo que le eche la mano caritativa de Hollywood, lo que es una condena a la indigencia perpetua.

Hace pocos días, Chirac estuvo aquí y volvió a la carga de la excepción cultural. Dijo: "Hay que decir no, decicidamente no a quienes conciben los productos culturales, sobre todo audiovisuales, como cualquier mercancía". No sé si Cortés andaba por allí, pero seguro que no se ruborizó. Y debió hacerlo, porque no hay nada serio y gallardo que hacer en este territorio salvo convertir a la excepción en norma.

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