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Música vigorosa

Pepe Hierro es una cabeza poderosa, donde brillan los ojos hondos e inocentes. Pepe Hierro es una energía en acción, una criatura terrestre siempre, que extrae la poesía de esa constante comunión con el mundo en que vive su persona. He visto a Hierro concluir un recital, levantarse y estar a punto de derribar la mesa en que había leído sus poemas. He visto a Hierro decir sus versos ante cientos de adolescentes que escuchaban arrobados su palabra verdadera, que brotaba no de sus libros sino de su cuerpo entero.Yo escuché recitar a Pepe Hierro por primera vez en Sevilla, en mayo de 1962, yo estudiaba PREU, y le oí los entonces inéditos versos del Libro de las alucinaciones, esa obra cuya grandeza no pudieron soportar algunos miserables. Su gloria los persigue incansable, qué le vamos a hacer, mediocres de la tierra. Aquel día sevillano de mayo -hacía una tarde cálida y violeta- algo cambió en mi vida: era la primera vez que de veras veía a un poeta, o lo que yo entendía que debía ser un poeta, no el pedante de la mariposa en el ojal, ni el delicuescente del rostro rosadito. Vagué, a la salida del pequeño local donde Hierro había recitado, por las calles de Sevilla, dulcemente mareado con aquellos versos potentes y extraños, que él había leído con su anchurosa y limpia voz, y que hablaban de aviones perdidos en la niebla, de denegados pasaportes, de presos andaluces que sólo decían: "Ojú, qué frío", y, también, de aquella mujer romana del imperio que veinte siglos atrás conocía en Tarraco el amor en la boca y los brazos de un legionario soñador y triste.

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Un libro clave

La última vez, aunque no estoy seguro de que fuera la última vez, que le oí decir a Pepe Hierro sus versos fue en la Universidad de Granada, con motivo de la celebración de los Premios de la Crítica, en abril de 1996. Era una mañana de fuerte primavera andaluza. En esa ocasión leía los poemas todavía inéditos de su Cuaderno de Nueva York, el gran libro con el que acaba de ganar el Nacional de Literatura. Un libro clave en la poesía de la década. Mi oído poético era ya distinto de aquel otro adolescente, pero lo era sólo en apariencia, porque seguía escuchando la misma música vigorosa que articula la poesía del maestro y hasta mí llegaban las imágenes de nuevas pero familiares alucinaciones: Beethoven en Nueva York, Ezra Pound en el manicomio, la música de Schubert... El público, como siempre, se bebía las hermosas palabras. Y yo me sentí transportado a Sevilla al mes de mayo de 1962, y de pronto tuve 17 años.

Gracias por todo, Pepe Hierro.

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