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Tribuna
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Cortejando a los otros catalanes

Ocurre en Cataluña cada vez que se celebran elecciones autonómicas: unos cuantos cientos de miles de ciudadanos que hablan preferentemente castellano se abstienen de concurrir a las urnas en la creencia de que el asunto no les concierne. No es gente que pase sistemáticamente de votar, pues lo normal, lo que ocurre elección tras elección, es que con su voto den el triunfo al PSC en las generales y que con su abstención inviertan el resultado en las autonómicas. Por eso, y porque está en su pleno derecho, el presidente de la Generalitat impone como condición de su apoyo al Gobierno de turno, cualquiera que sea su color, la exigencia de que las elecciones al Parlamento catalán no coincidan nunca, a pesar de su ya reiterada proximidad, con las elecciones al Parlamento español. Sabe bien que si coincidieran las perdería.La convicción de que el triunfo de los partidos nacionalistas se basa en el desestimiento de electores no nacionalistas ha movido a los dos candidatos a programar actos en los que a buen seguro habrán parafraseado para sus adentros aquella pregunta que una película de Fernando Colomo hizo célebre: ¿qué hace un chico como yo en un sitio como éste? Lo propio de Pujol es que se retrate bailando la sardana, no palmeando a los Chunguitos, lo que le habría ahorrado el único abucheo de la campaña; como lo propio de Maragall sería que ante su electorado se hubiera bastado por sí solo, sin necesidad de escuchar el clamor "vuelve, vuelve, presidente, presidente" dirigido a otro. Pero ninguno de los dos debe sentirse muy seguro de su fuerza ante esos electores cuando tanto han insistido en algo no del todo evidente: que ya ha pasado el tiempo de dirigirse a ellos como en los años sesenta, como si fueran "los otros catalanes".

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Los otros, los que votan PSC-PSOE en las generales y no votan a nadie en las autonómicas, se han convertiso así en el clarísimo objeto del deseo de los dos candidatos entre los que hoy se juega realmente la partida. Se suele llamar territorio de caza al amplio campo de electores fluctuantes, los que andan sueltos por ahí, los que se desplazan de un lado a otro o simplemente se quedan en sus madrigueras, sin que nadie pueda presumir de tenerlos a buen recaudo en su zurrón. Los dos candidatos han comprendido que su triunfo depende de su habilidad para convencerles de que se queden en casa o salgan a la calle el domingo por la mañana. Los dos han tratado de persuadirles de lo mucho que se juegan en este trance, de lo muy importante que son, ellos, gentes por definición sin importancia, para el futuro de Cataluña y de España; de las dos, nunca tan bien avenidas como en vísperas electorales.

Pues al tiempo de agasajar y cortejar al elector esquivo, es preciso no asustarlo, limar lo que separa, resaltar lo que une. Resulta llamativo el bajísimo nivel de exigencia de mayor autonomía, por no hablar de autodeterminación, exhibido por el candidato nacionalista, y el grado de indefinición que la perspectiva federalista ha alcanzado en el discurso del socialista. Es como si CiU nunca hubiera alentado ni firmado el Manifiesto de Barcelona o como si el PSC no se decidiera a proclamar como objetivo claro y rotundo la instauración de un Estado federal. El cortejo, a diferencia de cómo se practicaba en los tiempos del romanticismo, consiste ahora en despertar deseo y transmitir sosiego; dotes del seductor con la promesa de acelerar el corazón sin perder del todo la cabeza.

Al final, de los encantos que cada cual haya logrado exhibir ante esa enorme bolsa de electores no necesariamente votantes va a depender no sólo el gobierno de Cataluña, sino lo que ocurra con el de España en las próximas generales: CiU derrotada equivaldría a PP en grandes apuros para gobernar de forma estable otros cuatro años; PSC derrotado es casi con toda seguridad PSOE cuatro años más en la oposición. Dependerá de todos los catalanes, aunque algo menos de los unos que de los otros.

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