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El educador de una nación

Julius Nyerere pertenecía a los tiempos en que la expresión Norte-Sur empezó a hacerle la competencia a la entonces más clásica Este-Oeste. Pero en un sentido muy diferente al que la primera asume en la actualidad.Hoy, cuando se dice Norte-Sur, se piensa en pateras, Jörg Haider, integrismo norteafricano y pánico en el supermercado de la abundancia europea. En los años sesenta, cuando el primer presidente y fundador de Tanzania inventaba su país, el término era sinónimo de reivindicación de igualdad planetaria, nuevo orden mundial para el desarrollo, Informe Brandt, y, sobre todo, de cuando la socialdemocracia y las recetas de Keynes parecían la mejor fórmula para combatir el síndrome finlandés.

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El epitafio de todo ello ya hace algún tiempo que lo pronunciaron hasta los chinos de Deng Xiaoping.

Con arreglo a cualquier vara de medir material, la obra de Nyerere sería un desastre. Su experimento en el desarrollo rural autosostenido, basado en colectividades más que comunas, fue una catástrofe; su magisterio personal en el Tercer Mundo, y especialmente entre los no alineados, tuvo siempre la mejor crítica, pero no parece haber preservado nada de todo lo que acarició, en este final del siglo XX. Cuando abandonó el poder en 1985, por no querer someterse a los dictados del Fondo Monetario sobre la aplicación de las austeridades sociales que, sólo ellas, podían salvar el balance macroeconómico de su país, fue la excepción en un continente en el que los dirigentes concebían su función como la explotación del Estado por el hombre.

En sus 24 años de gobernación, inaugurados con la independencia en 1961, Julius Nyerere fue, fundamentalmente, un educador. El educador de una nación, a la que empezó por convencer de que lo era, de que el swahili, la lengua franca de la mayor parte del África Occidental ex británica, debía ser el instrumento de esa unificación, y que se apartó voluntariamente del poder cuando comprendió que el mundo de Nyerere había dejado de estar a la hora del mundo. Por lo menos, nadie le puede acusar hoy de no haber soñado.

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