Alemania y la izquierda
Los apuros de Schröder han abierto un debate interesante en Alemania. O, para ser más precisos, en la izquierda alemana, porque el centro-derecha está bastante tranquilo. Se ha limitado a recordar que dos más dos son cuatro, y que los primeros meses del Gobierno de Schröder apuntaban en una dirección económicamente insostenible. La izquierda, por contra, no sabe muy bien qué hacer. Está la alternativa representada por Lafontaine, cuyo pensamiento queda muy bien resumido por el título de su último libro: El corazón late a la izquierda. La filosofía política de Lafontaine es cordial en la acepción literal y figurada de la palabra, pero resulta incompatible, ¡ay!, con el mantenimiento del sistema productivo en el país donde ejerció fugazmente como ministro de Hacienda. Sigue la alternativa editorializada por el progresista Die Zeit" ("Zeit der Revolutionen", 16 de septiembre de 1999), la cual, verdaderamente, no me parece una alternativa. Roger de Weck, el firmante del editorial, se lamentaba de que Schröder no fuera como Blair o como Jospin, y yendo luego a los detalles desgranaba dos observaciones sorprendentes. Una, que Blair había tenido la fortuna de aterrizar en una nación donde el trabajo sucio lo habían hecho ya los conservadores; dos, que Jospin es un lince dilatando las decisiones. En el primer caso, nos enfrentaríamos a la aceptación implícita de que llega un instante en que hay que darle un corte a la generosidad del Estado, y en el segundo, a la idea de que se puede marear la perdiz durante un rato sin que las cifras se desbaraten. No habría, pues, en ninguno de los dos casos, una respuesta específica de izquierdas, una respuesta ambiciosa, a los males (endeudamiento, pérdida de dinamismo, etcétera) que ahora afligen a Alemania. Así las cosas, se preguntarán ustedes dónde diantres está el debate. Se lo diré dentro de un momento, pero antes de meterme en harina querría hablar sobre los dos reflejos, o instintos, que más estorban una aproximación fresca y relajada al problema fundamental de la izquierda, el cual consiste, como bien se sabe, en repensar la justicia social en términos que no se den de coces con la realidad.El primer reflejo conturbador procede del llamado "neoliberalismo". El neoliberalismo ha acertado en muchos de sus diagnósticos y amonestaciones, pero es propenso a dos errores: a presentar como argumentos morales lo que no son argumentos morales y a elevar a categoría transnacional una forma peculiar de cultura. A saber, la americana. En ambos excesos acaba de incurrir, ejemplarmente, Thomas Friedman, columnista de The New York Times y autor de un libro que lleva por título The Lexus and the Olive Tree. En él afirma Friedman que el proceso de globalización torna absolutamente forzosas las políticas orientadas hacia la privatización, los déficit e inflaciones bajas, la desregulación, el libre comercio y la captación de capital extranjero. A este paquete de policías, o líneas de acción, lo denomina Friedman "the golden straitjacket" (la-camisa-de-fuerza-áurea). Pronostica a continuación una desaparición de la política en su sentido tradicional, y lanzado ya cuesta abajo, en un arrebato fukuyamesco propone que todos imitemos a los Estados Unidos y entremos a saco en los MacDonald"s.
Bien, es difícil que este mensaje, desenfadadamente utilitarista, prospere en las sociedades europeas. En primer lugar, resulta posible aceptar que la prosperidad agregada será mucho mayor si nos envainamos la golden straitjacket y, pese a todo, resistirse a una mayor prosperidad agregada. La última no será de recibo si, pongo por caso, deja a sus espaldas un reguero de viudas yertas y niños destripados. En segundo lugar, existen personas -me cuento entre ellas- partidarias de la desregulación y el equilibrio fiscal, aunque poco entusiastas de los MacDonald"s. Mientras el menú neoliberal sea tan maniático, y tan prepotente, como el que nos ofrece Friedman serán muchos los que prefieran no sentarse a la mesa.
El otro reflejo tiene su origen en la tergiversación que el Estado benefactor -una invención conservadora enderezada a la pacificación social- ha sufrido a manos de la izquierda castiza. Esta última, recorriendo en sentido simétrico y contrario la noción equivocada de que el capitalismo es un instrumento de opresión en manos de una oligarquía -a saber, la oligarquía capitalista-, ha llegado a la conclusión de que el actual sistema de protección social es el arma defensiva de que disponen los pobres para no ser arrollados por los ricos. Este planteamiento, un planteamiento adversativo y de suma cero, no sólo exacerba las tensiones civiles, sino que ignora un extremo importantísimo: y es que los beneficiarios del reparto social no se dividen en clases. También los pudientes se benefician de él, en ocasiones más que los pobres. Resulta cómodo, cómodo sentimentalmente, representarse al cuerpo social escindido en dos mitades, y a la mitad de abajo, como un recipiente, o rebosadero, de lo que sobra arriba; y después, en medio, a la clase política empeñada en la tarea virtuosa de determinar qué sobra arriba y qué falta abajo. Pero, sobre ocurrir que la clase política es menos virtuosa de lo que esta estampa idealizada postula, y de instintos más oligárquicos en el fondo que la capitalista, nos encontramos, tan pronto se desciende a tierra, con que el reparto se verifica en zigzag y en múltiples direcciones, no todas buenas, y que fiar ciegamente la justicia social al complejo hidráulico que han ido tejiendo las sucesivas administraciones no sería más sensato que identificar el mensaje de Cristo con las operaciones y marrullerías que desde el Edicto de Constantino han perpetrado los distintos obispos de Roma.
Dicho lo cual enciendo el cohete que anuncié al principio: en los pagos socialdemócratas alemanes se están organizando las voces de quienes empiezan a pensar de esta manera. El pasado 13 de septiembre, Der Spiegel, una revista cuyo corazón, por emplear el giro de Lafontaine, tiende a latir en el costado izquierdo, publicó, bajo el rótulo genérico de "¿Qué es la justicia social?", un interminable informe donde se investigaba quién recibe qué en Alemania. El dictamen final era que los receptores son incalculables y están dispersos, que su división por clases es un fruto de la fantasía y que, cuestiones de eficiencia aparte, la justicia social, la "soziale Gerechtigkeit", no se encuentra especialmente bien servida por sus valedores actuales. Les adelanto algunos ejemplos y líneas argumentativas de especial interés.
1. Tomemos el contencioso de las pensiones. Éste enfrenta, no a los menesterosos de ahora con los pudientes de ahora, sino a los pensionistas efectivos -con independencia de cuál sea su nivel de renta- con los jóvenes, los niños y los aún por nacer. El conflicto vertical rico/ pobre pierde protagonismo y se ve desplazado por un conflicto travesero entre grupos de distintas edades.
2. En Alemania, una madre que haya criado nueve hijos, y no haya tenido ocasión de ejercer un trabajo asalariado, recibe una renta de, pongamos, 1.700 marcos al mes. En el supuesto de que sus nueve hijos trabajen, éstos podrían estar ingresando, conjuntamente, unos 8.000 marcos mensuales en los fondos públicos de pensiones, marcos que servirán para subvencionar a muchas parejas estériles. ¿Quién está explotando a quién aquí? ¿Los estériles a los fértiles? ¿El Estado a los hijos de familia numerosa? La cuestión no es fácil, y, desde luego, no se contesta hablando, sin más, de trabajadores y empresarios.
3. Cuando las cargas de la Seguridad Social son muy altas, el empresario roncea llegado el instante de contratar nuevos trabajadores. Podría afirmarse que existe un conflicto de intereses entre el trabajador no empleado y el empresario. Pero no es menos verdad que existe un conflicto de intereses entre el hiperprotegido trabajador empleado y el desempleado. De nuevo, la línea no se estira dividiendo, limpiamente, al colectivo de los pobres del colectivo de los ricos. Hace eses y quiebros, y dibuja un adamasquinado prolijo en el torso social.
4. El sistema alemán comprende partidas generosísimas para subvencionar cosas tales como la estancia en balnearios (no contabilizada como vacaciones, sino como un medio de combatir el surmenage), el asesoramiento matrimonial o la adquisición de entradas para el teatro. Estas ayudas benefician, fundamentalmente, a las clases medias. En realidad, proceden de los impuestos pagados por las propias clases medias, a cuyas manos vuelven después de sufrir dos rebajas. Primero, la rebaja aneja a la aleatoriedad del reparto, y segundo, la provocada por la necesidad de sostener a la burocracia que administra ese reparto. De acuerdo con esto, nos hallaríamos ante la explotación de unos burgueses -los que no van al teatro o a los balnearios- por otros burgueses -los que van al teatro y a los balnearios- y por la burocracia interpuesta. Defender semejante galimatías no se me antoja, de ningún modo, la mejor manera de impulsar la justicia social. ¿Qué es, en definitiva, la justicia social? Hayek sostuvo, famosamente, que se trataba de un concepto en esencia vacío. Yo no estoy de acuerdo. Hay gentes cuya expansión vital es muy inferior a la que habrían disfrutado después de alcanzar ciertos bienes básicos, y me parece que esos bienes deben serles proporcionados sin regatear esfuerzos. Pero de aquí a consagrar, como eterna e irrenunciable, la cola de pavo real que le ha salido al Estado benefactor en este estadio de rendimientos decrecientes media un abismo. Los ojos multiplicados que nos miran cuando el pavo despliega su cola en abanico no son los ojos del pueblo, o de la clase universal en su acepción marxista, sino que son agujeros por los que se escapa, incontrolablemente, un dinero cada vez más azaroso. La izquierda que admite estos hechos melancólicos no es cómplice de la derecha, sino de un sano, y celebrable, sentido común. Con todo el respeto por las emociones intercostales, no conviene, no conviene nunca, echar a barato las glándulas intraparietales.
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