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Alegato contra la tortura en Bow Street

Diego López Garrido

Ayer, el juez británico Ronald Bartle ha enviado a la fiscalía española una desautorización que nunca hizo nuestro esquizofrénico Gobierno, y así ha dado la razón a las víctimas de Pinochet. En su fallo, el juez se pregunta, con sentido común genuinamente británico, si puede, sin conocer la ley española, desafiar los dictámenes de los tribunales españoles. "Creo que no", se contesta a sí mismo.Si Pinochet llegase a comparecer ante la Audiencia Nacional, como ha decidido el juez londinense, será juzgado por torturas en la forma en que lo ha definido y acotado ese juez. Primero, como conspiración para la tortura, que es equivalente en nuestro derecho a la inducción o cooperación necesaria para torturar, o sea, una autoría intelectual y de orden, un plan general diseñado para asesinar y torturar a través de la siniestra DINA. Segundo, como tortura, en los casos concretos que hay en el sumario. Pero serán nuestros tribunales los que juzgarán la culpabilidad de Pinochet; las pruebas no compete al Reino Unido valorarlas. Pero la decisión de Bartle es mucho más que una fría extradición. Es, y ahí está su radical trascendencia, el "punto final" de la impunidad autropreparada por los dictadores o genocidas de este mundo, que en la tortura han encontrado, durante siglos, su principal resorte de poder. Desde ahora, para la tortura no hay inmunidad.

El juez de Bow Street, en efecto, centra su fallo en la posible transgresión por Pinochet del Convenio contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, de 10 de diciembre de 1984, "de aplicación universal" según dice el juez. Un Convenio que el propio Pinochet tuvo la desfachatez de ratificar, antes que el Reino Unido lo hiciera el 8 de diciembre de 1988. La Cámara de los Lores situó en esa última fecha el fin de la inmunidad para Pinochet, y reconoció algunos casos de tortura, a partir de entonces, atribuibles al dictador chileno, hasta su abandono del poder en l990. El juez Roland Bartle ha ensanchado espectacularmente los delitos sobre los que España podrá juzgarle: 34 casos de tortura y uno de conspiración para la tortura, además de -y esto es fundamental- 1198 casos de desaparecidos, cuya vigencia como delito continuado no ha cesado, y por cuya causa sus familiares siguen sufriendo un dolor grave, físico o mental ( art. 1 del Convenio). "La conspiración es un delito duradero", apostilla Bartle. La mención del juez británico a los desaparecidos da una dimension enorme a la acusacion y posible juicio a Pinochet. Está presente en ello la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Kurt (1998). El origen es una denuncia de una madre de un kurdo contra Turquía por la desaparicion de su hijo a manos del Ejército. El Gobierno turco mintió al atribuir la desaparicion al Partido del Kurdistán. El Tribunal no le creyó. Condenó al Estado turco por infligir a la madre denunciante tratos inhumanos y degradantes según el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 3º) porque el Estado no satisfizo a esa madre, ni dándole informacion del paradero de su hijo, ni persiguiendo efectivamente a los responsables del secuestro de su hijo. Le produjo otra forma de tortura. Esta doctrina es aplicable a Pinochet, según la decisión de ayer.

Pinochet está en una difícil encrucijada. Si apela contra Bow Street ante el Alto Tribunal de Inglaterra (tiene un plazo de 15 días), alargará su supuesto malestar físico insoportable, y restará argumentos al pretexto de salud hasta ahora esgrimido, además de impedir que haga acto de presencia el ministro del Interior, Jack Straw, y su decisión política final. Si no apela y prefiere directamente pedir a Straw la libertad por razones humanitarias, se arriesga a una inmediata entrega a España para su juicio. Esto último sólo lo hará, sin duda, si está seguro de que la respuesta de Straw será favorable a la liberación. Pero si apela será aún menos creíble la enfermedad que el dictador alega, condenándose a una agonia mental en Londres. La decisión de ayer, en suma, traza el camino a la extradición , la hace casi irreversible y amplía el ámbito del juicio en España.

Ha llegado ya el momento de que el Gobierno español, que tan bien actuó tramitando la extradición y tan mal arrepintiéndose después, interese del Fiscal General del Estado que el camino dibujado por la Justicia, aquí y en Londres, se siga escrupulosamente, y que rectifique la estrambótica y preconstitucional política del Fiscal Fungairiño, obstruccionista del juicio.

Es este juicio el que da verdaramente pánico a quien aterrorizó a tanta gente. No teme tanto una condena que, para los ciudadanos y ciudadanas corrientes, ya está pronunciada desde una perspectiva moral. Como dice Albert Camus, para quien ha ostentado poder lo que da pavor no es tanto la condena como el juicio. Lo que Pinochet, el residente de la mansión de Surrey, y su entorno social no desean es el juicio público. Pero esto es precisamente lo que nos importa. Que la razón de Estado no aplaste los derechos humanos nunca más, y que el enjuiciamento que tantas personas esperan desde hace tantos años abra una investigación y reparación definitiva sobre una de las mayores afrentas y fuente de dolor del siglo que tan elocuentemente finaliza. Lo hace intentando acabar con la peor locura de la in-civilización: la tortura. Ayer se realizó un magno alegato contra ella en Bow Street, con un fallo tan sencillo como eficaz.

Diego López Garrido es diputado y catedrático de Derecho Constitucional.

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