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Tribuna:INAUGURACIÓN DEL GRAN TEATRO DEL LICEO
Tribuna
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La prueba del fuego

Con gran sabiduría de melómano, Terenci Moix me susurró, mientras ascendíamos las escaleras (previo control de seguridad) de la entrada de la calle de Sant Pau: "Nos hemos equivocado. Teníamos que haber venido la segunda noche, que es la de los aficionados". Pero a los dos, hijos del barrio y del Liceo como somos, nos encantaba estar allí, en pleno paripé, durante la gran no-gala de inauguración, a la que ciertas damas asistían meneando la falda corta como si fuera larga. Fue una velada memorable.En primer lugar, lo fue porque, con el sofoco de la emoción, perdí mi entrada, que me fue restituida por un policía de la escolta real tan apuesto, tan, que previo pedirle permiso le estampé dos democráticos besos en sus ambas recién rasuradas mejillas. Luego estaba el público que, en el andén central de La Rambla, celebraba el evento sin sombra de rencor social tipo Alfonso Guerra o Eva Perón: sabiendo que hoy entrábamos nosotros pero que, quizá, mañana podrían hacerlo ellos.

Y, para acabar de coronarla, las personalidades. Esta prenda consiguió una localidad en el segundo piso (mejor de la que obtuvieron algunos benefactores de la nueva sociedad del Liceo), que para algo una ha sido pregonera. Pero héte aquí -héte pero que muchísimo- que a mi lado izquierdo (para mucho inri) ocuparon respectivos asientos nada menos que Camilo José Cela y Marina Castaño, él taciturno y ella muy encantadora, muy viuda María Kodama avant la lettre. Cuando se apagó la luz y empezó la función (que también tenía apagada la luz: el primer acto de la Turandot de inauguración disponía de un no-sé-qué íntimo de crueldad china), don Camilo le pidió a su esposa: "¿Tienes un caramelito?". De verdad que da ternura la cosa Nobel. Yo afilé mis uñas, en espera de que hiciera crujir el envolvorio en plena obertura, pero creo que don Camilo se comió también el envoltorio. Y debo confesar que no me crearon trauma alguno el resto del tiempo, salvo el desconcierto que, al final, doña Marina sembró en mí al preguntarse: "¿Ahora es cuando hay que ir a saludar a los actores?".

Mucho menos llevadera resultó la presencia constante de la pareja situada a mi derecha, amantes trepadores de primera generación, que no dejaban de decirse ternezas, y que, a cada rato, me preguntaban cuántos actos tenía la ópera. Perpleja me quedé cuando la dama, al final, ante el nuevo final propuesto por Núria Espert (Turandot se apuñala después de comprender que ama a Calaf), me preguntó por qué lo hacía. Opté por una salida rápida: "No soporta que la dominen", le dije. La verdad es que no sé en qué estaría pensando Giacomo Puccini cuando escribió esta ópera, pero le salió una protagonista pedazo de vengadora feminista acoglionante, muy destacada en la escena del final del segundo acto, cuando parecióme que meditaba adelantándose en el proscenio, vestida y peinada como el Drácula de Francis Ford Coppola cinco minutos antes de convertirse en lagartija.

La función del jueves, como intuía Terenci, tuvo de todo, y bastante afición, pero mucho, como vi yo, paripé-pé. Con decir que en los entreactos, cuando ibas al sótano a por una copichuela, corrías el peligro de caer colapsada por un atochamiento de ministros o de convergentes... Sobresaliendo serenamente entre todas las cabezas, las cabezas reales.

Y luego, también en los entreactos, en que los fumadores nos reducíamos al pequeño espacio situado entre la mera puerta y los controles de seguridad, la gente preguntaba cuánto duraba la cosa, y si ella era buena o mala, china o no, y comentaristas de la política, filósofos y otras bestias pardas no sabían si debían abominar de la puesta en escena, por considerarla hortera (hay gente que, como no ha ido a la ópera nunca, cree que la ópera es fina: eso ocurre cuando el que acude no es del pueblo llano, que sabe perfectamente que la ópera era el sucedáneo del cine, cuando Los diez mandamientos sólo existían en granítica tabla), o debían deshacerse en elogios, por ser sublime.

Lo cierto es que fue una noche memorable, en donde lo mejor de la música lírica quedaba establecido: un bello edificio que había sabido sobreponerse al fuego y que ahora sobrevivirá a la visita de José María Aznar y Ana Botella, dos de las personas más inadecuadas que puede haber para desenvolverse con naturalidad en un templo del arte.

Hemos pasado la prueba del fuego, compañeros.

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