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Milenarismos

Un modista anunció el fin del mundo para un día del mes de agosto pasado; su anuncio fue voceado a todos los vecinos; no hubo tal fin. Pero el modista disfrutó de fama suplementaria antes de la fecha del cumplimiento de su profecía, y después, fuese y no hubo nada. Por ahí seguirá el hombre oficiando de culto y de sapiente. Sería engañarse pensar que los profetas y milenaristas se conformarán con el chasco -en toda profesión hay intrusos-, porque seguirán incordiándonos y, lo que es más grave, consiguiendo anchurosos beneficios a costa de la necedad ajena. Porque lo cierto es que en el 2000 o en el 2001 el mundo seguirá como siempre, dando tumbos y vueltas de todas clases y dará igual que se trate de un año o de otro.La ciencia nos ha enseñado tanto sobre la realidad universal que resulta asombrosa la pervivencia de las supersticiones. Y peligrosa, porque, cuando, en contra de todas las evidencias, los augures e integristas continúan firmes, con la tenacidad de las rosas, en sus seudoconvicciones es que algo grave sucede en el espíritu humano. Los fundamentalistas de Estados Unidos se niegan a admitir el incontestable fenómeno de la evolución humana y, pese al big bang, continúan proclamando que Dios creó el mundo en seis días. A escala más local, las caras de Bélmez se siguen apareciendo investidas de halos sobrenaturales -y llevan más de veinte años haciéndolo sin faltar un solo día-, y, de cuando en cuando, los oráculos nos hablan de misteriosas apariciones marianas. Como aquellas que desmayaron al Papa hierático y fóbico cuando se enteró de su contenido.

Lo que la ciencia ha dicho -y no sólo los científicos laicos- sobre los fenómenos de histeria colectiva se convierte en nada ante la superchería y sus apóstoles. No hay, insisto, que tomárselos a broma: pueden ser muy peligrosos. Es el triunfo de la irracionalidad, el descrédito de la razón, el retorno a un oscurantismo mucho más nocivo que el primitivo, porque es capaz de resistirlo todo, hasta la verdad más evidente. Como lo resistía el tribunal vaticano que condenó a Galileo, cuando entre sus miembros los había que sabían de lo sólidas que eran las posiciones del astrónomo.

André Malraux dijo que el siglo XXI sería religioso o no sería. El siglo XXI aún no ha empezado, pero los síntomas son inquietantes: lo que se viene encima no es la religión, sino los niveles protozoarios del fenómeno religioso, que merece todo el respeto cuando se asienta en categorías más sólidas, aunque no sean verificables por el pensamiento científico. Albert Camus se inclinaba ante san Agustín o Pascal y uno puede suscribir su actitud; pero uno no puede inclinarse ni mostrar el menor de los respetos ante el modista famoso cuando babea las profecías de Nostradamus, ante los cuentistas de todo el mundo escrutando los números y su simbolismo, ante los ricachones de Kentucki o Colorado que mandan a Darwin a los infiernos, ante las caras de Bélmez que nos hablan, dicen, del más allá, ante las damas y damos que cacarean las apariciones marianas. Hay que ser irrespetuosos, absolutamente irrespetuosos, con esta gentuza, con la que nos lee los signos del zodiaco lo mismo que con la que nos escruta el futuro, y hay que serlo porque de lo contrario esta gentuza, que no siente, ella no, ningún respeto por nada, nos acabará borrando en sus tinieblas.

Después de todo, mayores atrocidades se han visto en este siglo que concluye. ¿O no hubo un señor con bigote que causó 40 millones de muertos clamoreando la superioridad de la raza aria? ¿O no hubo otro señor de perfil mongol que planeó la conquista del mundo para acabar con las injusticias, ahí es nada, y se llevó por delante, para comenzar a remediarlas, a 100 millones de personas? Todo es empezar.

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