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Mala memoria

ESPIDO FREIRE

Ahora descubren, por obra y gracia de un pueblecito italiano perdido en las montañas, que lo mejor para llegar a los cien años es atracarse de cebolla y verduras a la plancha, hacer ejercicio y mantener la mente ocupada. De modo que los remedios de pobre que antes se aconsejaban, los buenos filetes, el vino de calidad, descansar, rodear de grasa el riñón, se esfuman en el aire. Para una vez que logramos ser uno de los afortunados miembros de la Europa rica, descubrimos que hay que vivir como pobres. No hemos salido ganando mucho. Y para colmo, los estándares actuales, que dictan que la longevidad y la salud sirven de poco si no van unidos a la belleza y la juventud, nos impedirían ser felices: hasta ahora, no se ha encontrado remedio al envejecimiento.

Ingrid Bergman decía, con toda la retranca de la que era capaz, que para ser feliz hacía falta muy buena salud y muy mala memoria. Incluso a eso parecemos plegarnos; al menos, así es para los casi 35.000 enfermos de Alzheimer que viven en el País Vasco. Según el grado de la enfermedad, olvidan cómo se llaman, confunden a sus hijos con sus madres, y, poco a poco, pierden la capacidad de valerse por sí mismos, de comunicarse, de moverse o vivir. No existe cura, ni siquiera un remedio que estabilice la enfermedad. No se conocen sus orígenes, ni si influye la herencia genética. Hace unos días se celebró la jornada internacional que pretende dar a conocer esa enfermedad; con pocos resultados. Existen demasiadas enfermedades, demasiados días dedicados a ellas. Y la actitud general continúa siendo cerrar los ojos hasta que no nos alcancen con su zarpazo.

Tal y como rueda el mundo, no cabe sino esperar que la población envejezca. La esperanza de vida aumenta, pero nada ha podido impedir hasta ahora el deterioro de las células. La decrepitud. La prueba de que los seres humanos no hemos sido creados para luchar con el tiempo. Y, para mayor desgracia, el Alzheimer, no se sabe si por efecto de las dioxinas, o de los pesticidas, o del estrés que soporta el ciudadano medio, escoge a sus víctimas entre gente de menor edad. De un día para otro, sin saber cómo, llega la desorientación y el olvido.

Existe otro tipo de olvido cuidadosamente cultivado entre la gente joven. Resulta paradójico comprobar el énfasis con que recordamos determinadas fechas, aniversarios, cumpleaños, sin pararnos a pensar en lo que significan. Cómo, de pronto, hechos que nos contaron de determinada manera, resultan ser de otra. Cómo la memoria, al igual que la historia, varía tanto según las circunstancias. Una de las películas más alabadas en el Festival de San Sebastián, La lengua de las mariposas, intenta ofrecer una visión distinta de la Guerra Civil; se une así al auge de novelas, películas y documentos que tratan el mismo tema desde la óptica de los perdedores, de los que debieron soportar la derrota, las represalias y las penas de la postguerra. Han pasado más de cincuenta años, tiempo suficiente para que los protagonistas murieran o envejecieran. Para que olvidaran.

Tal vez en poco tiempo la Guerra Civil se deshumanice, y, como ha ocurrido con la Segunda Guerra Mundial, o la de Vietnam, pase a ser un icono, un símbolo empleado a capricho, una excusa para invocar igualdad, o justicia. Se despojará de todo el dolor y la muerte y será una guerra más, aséptica y con una estética determinada que en la distancia nos resultará tan exótica como la de Camboya o las napoleónicas. Y lo mismo ocurrirá con los pactos y las treguas, con los eventos a los que ahora se les da tanta importancia. La ignorancia en la que la mayor parte de la población se mueve se unirá al olvido, a la presión que el tiempo ejerce sobre las noticias.

Pero el precio del recuerdo es, a lo que parece, la infelicidad. De ahí que tanta gente escoja olvidar. Los poetas hablan de la pérdida de la memoria como el regreso a la infancia, el retorno a la pureza. Tal vez sea, también, el único recurso de los que han visto demasiado, de los que tendrían demasiado que contar.

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