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Violencia barata

A quienes recurren a la violencia como instrumento de la política, su opción suele resultarles cara. Unas veces porque la Policía, única depositaria de la violencia legítima, no se anda con contemplaciones cuando se enfrenta a quienes pretenden usurpar su función y controlar la calle; otras, porque los sujetos que la padecen se organizan para aplicar la regla ancestral del ojo por ojo y diente por diente; o porque la sociedad pone en acción sus mecanismos de autodefensa y consigue marginar a los violentos. En Euskadi, sin embargo, la violencia no es cara; todo lo contrario: resulta admirable lo barata que es. Por supuesto, los destinatarios de acciones violentas carecen de recursos no ya para responder con la misma moneda sino para defenderse eficazmente de los ataques. Si se compara lo que sucede en Euskadi con lo que suele ocurrir en situaciones similares, lo que más llama la atención es la ausencia de cualquier tentación de organizar grupos de autodefensa, que respondan al agresor con sus mismos instrumentos. La indefensión de los agredidos en Euskadi no recuerda para nada la lucha callejera, que es un combate entre milicias o grupos armados de signo contrario, sino más bien el tipo de ataque vandálico que los nazis perpetraban contra los judíos y sus bienes: los agresores sabían perfectamente que no iban a pagar ningún precio por los destrozos causados.Esta impunidad del agresor no se produciría si su acción le resultara cara por una intervención rotunda de la Policía. Pero la Policía en Euskadi puede batir su propia marca. Vehículos y toda clase de artilugios para la defensa y el ataque no le faltan; estatura y forma física, tampoco. Y, sin embargo, nunca están para prevenir y siempre llegan tarde para reprimir. Sin duda, cuando una Policía tan numerosa y tan bien pertrechada como la vasca deja hacer no es porque ella misma lo decida. En los Estados de Derecho, la Policía, que manda mucho, es a su vez mandada, obedece órdenes que emanan de políticos elegidos por los ciudadanos. Y es ahí, en los políticos nacionalistas que gobiernan Euskadi desde hace veinte años, donde radica toda la razón de lo barato que resulta salir de incendios por la noche.

No existiría la violencia en Euskadi, o le saldría infinitamente más cara a sus cultivadores, si una firme y eficaz acción policial se hubiera visto asistida por la cobertura política y moral de un nacionalismo democrático, esto es, de un nacionalismo que aceptara avanzar hacia sus fines últimos respetando la manifestación de la voluntad de los ciudadanos en las urnas. Desde hace 25 años, las urnas envían un mensaje inequívoco: se trata de una sociedad con el 55% de su electorado a un lado y el 45% al otro de una línea que divide a nacionalistas y constitucionalistas. Se ha recurrido a todos los medios imaginables para erosionar a ese 45%, desde el clientelismo a la marginación, por no hablar de la violencia y la muerte. Sólo quedaba por experimentar una fórmula: que los nacionalistas democráticos sellaran un pacto con ETA y HB para reducir entre todos, unos desde las instituciones, otros desde las asambleas y la calle, a esa obstinada minoría que sólo aspira a la paz como requisitos para hacer política.

"No me sigas chantajeando" es la advertencia que, según José Antonio Ardanza, debe el PNV dirigir de una vez a ETA y HB. Pero el mensaje de los dirigentes del PNV ante la "machada" de ETA en una semana con excesivo olor a pólvora y gasolina es la contraria: chantajea cuanto puedas; te saldrá barato. En este punto, ya se comprende lo secundario de la discusión sobre la autenticidad de un supuesto pacto entre PNV, EA y ETA. Lo importante no es que ese papel sea un pacto firmado en debida forma por todos ellos o un documento exclusivo de ETA; lo importante es que no se entiende nada de la política vasca del último año si un pacto como ese, aunque quizá con otra letra, no hubiera sido acordado, de palabra mejor que por escrito, entre PNV y ETA.

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