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LA CRÓNICA Cazadores y micófagos ANTONI PUIGVERD

El otro día, en una casa perdida en los bosques de la comarca de la Selva, nos reunimos unos amigos para celebrar con una cena los 40 años del escritor Josep M. Fonalleras (el tiempo: este implacable barrendero). La Selva tiene un nombre exótico que sugiere imágenes de exuberantes verdes y cálidos vapores, pero es una comarca de vida vegetal discreta, humilde, poco llamativa. Las poblaciones de su costa, Tossa, Lloret, Blanes, disponen de una abigarrada fama y de una espesa sociología, en contraste con las apacibles poblaciones del interior, entre las cuales, su capital, Santa Coloma de Farners, una ciudad sin aspavientos, en cuyas recoletas calles todavía los vecinos se detienen a saludarse. Nacieron aquí, en épocas muy distintas y distantes, dos personajes, san Salvador d"Horta y Salvador Espriu, que nada tienen en común excepto una obsesión: la práctica casi enfermiza de la humildad. De Espriu son conocidas (aunque tantos lo hayan ya olvidado) las innumerables y meticulosas barreras que construía para frenar el culto a su personalidad, que las canciones de Raimon contribuyeron a popularizar. Pero es menos conocida la historia de este santo catalán del siglo XVI, Salvador d"Horta, quien, no siendo más que un fraile lego, se convirtió en un personaje popular gracias a sus dotes de milagrero. Al parecer, sólo curaba a los pobres. El poder buscó, sin éxito, neutralizarlo con la clásica ducha escocesa, que combina palo y caricia: lo agasajó Felipe II y lo juzgó la Inquisición. Sin embargo, nuestro lego, uno de los pocos santos de verdad que ha dado el país, nunca abandonó sus actividades; incluso durante los años que vivió en Cerdeña (cuando Cagliari se llamaba Càller y el catalán era la lengua del poder isleño) alternaba, sin inmutarse, la práctica de los milagros con los oficios de portero y zapatero remendón. Moraleja: la fe mueve montañas y provoca milagros, pero la humildad es su más digno complemento. La humildad de los bosques de la Selva interior es milagrosa. Aquí abundan las setas, pero hay que saberlas encontrar, cosa que no está muy al alcance de los domingueros. Las setas abundan en las laderas sombrías que lindan al norte con los bosques carlistas de la Garrotxa o en las montañas que, por Susqueda o Sant Hilari, derivan hacia las Guillerías por legendarias rutas de bandoleros. A pesar de la sequía, la temporada ha empezado de la mejor manera posible. Lo demuestra el menú de la cena mediante la cual nuestro amigo Fonalleras entró oficialmente en cuarentena: ciurenys o ceps a la griega (es decir: fríos, confitados en aceite y especias), fritura de ciurenys con salchichas, láminas crudas de ous de reig con gambas crudas, fritura de ous de reig y rossinyols y, a modo de solemne colofón, un sensacional risotto coi funghi porcini (es decir: un arroz con ciurenys). No sientan envidia, amigos. Sé perfectamente que una cena de este nivel sólo existe en el cielo de los micófagos. Este menú no van a encontrarlo en restaurante alguno, y menos en la pantagruélica abundancia con que nos fue servido. La prepararon los anfitriones, amigos del alma y mejor amigos de las setas. Para ellos no fue una comida excepcional: formará parte de su dieta corriente mientras siga la temporada. Recogen setas a manos llenas cada vez que salen. Estamos hablando, naturalmente, de grandes cazadores. Es sabido, creo, que en las comarcas de Girona el buscador de setas tiene rango de cazador. Desde finales de agosto hasta casi Navidad, y mientras las condiciones (humedad y temperaturas benignas) lo permiten, salen al bosque dos, tres, cuatro veces por semana, pasando por encima de las obligaciones familiares o laborales. Se alejan de los caminos y senderos, buscan los valles más inaccesibles, descienden por sombrías y frondosas laderas, buscan en los rincones secretos, superan los zarzales, se destrozan la cara y el jersey, escalan peñascos y reptan, en el corazón del bosque, como serpientes. Siguen su propio olfato, avanzan impulsados por el instinto, entre las hojas podridas, hasta que descubren el brillo llameante y prodigioso de un rossinyol, la campana marrón y barnizada de un ciureny, una alfombra negra de trompetes de la mort, el pequeño paraguas del pinetell y el impagable tesoro de un ou de reig. Los cazadores de setas conocen el bosque como un amante conoce la piel de su amada. A veces me permiten acompañarles. A cierta distancia: el cazador de setas nunca explica sus secretos. No encuentro nada (de vez en cuando, ya ven, me invitan a un festín). Como un escudero, al regresar, cargo con los rebosantes cestos. Ellos han comulgado con el bosque. Yo he aspirado el otoño acercando mi nariz al pubis de la tierra.

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