Sin perdón MIQUEL BARCELÓ
Estaba, recuerdo, eternamente enojado y el pueblo le pedíamos perdón. Era normal hacerlo, el enojado era Dios. Y siempre todos habíamos hecho algo reprobable y, atemorizados, aguardábamos el castigo que podría sobrevenir justo acabado el canto colectivo en la iglesia o en la callejera procesión. Sólo el pueblo pedía perdón por una enorme y difusa culpa. Ninguna autoridad, sin embargo, lo hacía. Ni alcaldes, ni gobernadores, ni jefes provinciales del Movimiento, ni ministros, ni Franco ni, por supuesto, los curas parecían tener culpa ninguna ni mostraban temor por futuras torturantes expiaciones. Al contrario, se les veía muy enteros y corajudos, como si aquella gran culpa colectiva no fuera con ellos. ¿Culpa colectiva? ¿Las hay? Según una decisión reciente del Congreso de los Diputados, lo que hizo el general Francisco Franco fue ilegal y no debería haber ocurrido. Fue, así, su golpe, la condición generativa de medio siglo de culpa. Nunca he sabido qué se hizo de ella, la antigua culpa, y en qué quedó aquel Dios eternamente enojado. Esporádicamente, no obstante, aparecen en los diarios personajes de relevancia pidiendo perdón por cosas que una vez fueron consideradas gestas, o negocio, o progreso. El ruso lamentó la revolución bolchevique; Bill Clinton, lo de la esclavitud y lo de los "indios"; el Papa de Roma pidió perdón, ma non troppo, por los siglos de los siglos de antisemitismo sin los cuales el holocausto no hubiera podido producirse... y así. Por ahora, los Estados nacionales se han abstenido de pronunciarse sobre si su existencia es o no es culposa. ¿Pero qué sentido tiene todo esto? Tiene, claro, sentido, pero quizá no el que parece. Todos los implicados saben que lamentar lo sucedido ni lo remedia ni tampoco hace posible recomponer una secuencia diferente de cómo se ha producido lo que se lamenta. Se sabe que el pasado no se toca, que es lo que es y que ha producido, en una acción interminable, el presente, las cosas tal como son. Todos son conscientes de que pedir perdón por esto o por aquello nada puede cambiar. ¿Por qué lo hacen, pues? Tal vez sólo sea un ardid, un oficio litúrgico, sin más objetivo que reconocer que, en efecto, en la construcción del presente, del orden actual, existieron factores ahora considerados indeseables. Al mismo tiempo se admite que este presente es el mejor de los resultados posibles. Nadie, evidentemente, piensa en serio que esto puede rehacerse. El pasado no es susceptible de descomposición y corrección. Decidir congregadamente sobre la ilicitud de un fragmento del pasado no pasa de ser una caracterización moral sin necesario, y vano en caso de que existiera, ánimo de modificación. Vista así, la propuesta de que nada, más que error, existe antes de la España constitucional de 1978 esconde una ambigüedad de vértigo. ¿Cómo se sabe que España, por fin, empieza como sujeto historiográfico cuando reconocidamente todo en el pasado fue un error? ¿Cómo se sabe qué es y qué no es de quita y pon? El señor Gregorio Peces-Barba Martínez lo dice claramente en este mismo diario (21 de septiembre), en un ejercicio de referencia historiográfica de aquellos de entonces, de reválidas, de examen de grado, pero que, de hecho, no admite mejoras. El guión narrativo es el mismo de siempre con meras variaciones calificativas. El Estado nacional, ahora, libre al fin de su pasado, gira ingrávido en el firmamento de la modernidad contratada en 1978. Todo lo demás es impedimento, rémora, etnia escabrosa.
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