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Un vengador

J. M. CABALLERO BONALD No comparto sus métodos, pero le alabo el gusto a ese granjero francés que ha destruido con la debida premeditación una hamburguesería. Por supuesto que no se trata de un acto gratuito, sino de una protesta simbólica por la propagación universal de las basuras supuestamente comestibles. Ocurre además que el ejemplo ha cundido por estas trochas. Un paisano mío me llamó el otro día para hablarme de la creación de una liga andaluza contra la degradación masiva de los alimentos. Yo le dediqué una atención cortés a ese vehemente jerezano, pero puse en duda la viabilidad de su proyecto, cuyo primer objetivo consistía en la preparación de sabotajes contra quienes hubiesen introducido organismos genéticamente manipulados en la crianza de animales. Una solución contundente, pero rebatible. El local de la cadena McDonald"s desmantelado por la exaltación vindicativa del campesino francés estaba situado en Millau, que es también de donde procede mi familia materna. Y eso acentuó consecuentemente mi adhesión a ese abanderado de hazañas imposibles, un genuino ecologista sin fronteras convencido del valor operativo de las utopías. En cualquier caso, se trata de un héroe por libre que se ha erigido en tácito portavoz de esa creciente multitud de enemigos de la masificación grosera de la comida. Dado que me cuento entre ellos, tampoco quiero dejar de comportarme, siquiera sea por escrito, como uno más de tantos comensales airados. Este vengador de las multinacionales del mal gusto fue encarcelado y rehusó pagar la fianza fijada por el juez. Ha hecho una declaración propia de un paladín de la gastronomía pura: "Si la lucha por una comida sana y una agricultura limpia necesita que los campesinos estemos en la cárcel, entonces yo me quedo en la cárcel". O sea, que el que avisa no es traidor. Sindicatos, partidos de izquierda, agricultores y ecologistas se han solidarizado con el preso y han exigido su liberación. Pero hay algo más significativo a este respecto: los sindicalistas agrarios norteamericanos desean hacerse cargo de la fianza, con lo que se pone de manifiesto un hecho incuestionable: que también en Estados Unidos impugnan la prohibición de importar ciertos productos europeos sanos mientras los europeos se nieguen a comprar alimentos norteamericanos afectados por la ingeniería genética. Sin duda que a partir de ahí puede empezar a movilizarse una auténtica campaña para frenar toda esa globalización de géneros incomestibles. Dioxinas, hormonas, piensos emponzoñados, pesticidas, aditivos, constituyen a todas luces una flagrante fechoría culinaria, una manifiesta contradicción del estado de bienestar. Claro que, junto a los productos obtenidos en laboratorios transgénicos, también empiezan a proliferar las pequeñas empresas especializadas en alimentos ecológicos. Lo que importa es que, a fin de cuentas, no acabemos metódicamente envenenados, que es lo que parece perseguir la Organización Mundial del Comercio, ese consorcio de especuladores que pretende, además, despojarnos del gusto por los sabores naturales.

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