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Tribuna
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Medio siglo de sobresaltos

Cuando, el 1 de octubre de 1949, Mao proclamó el nacimiento de la República Popular China llevaba ya quince años de líder indiscutible. Mientras la China nacionalista se hundía lentamente en la corrupción e incompetencia de un confuso fascismo confuciano, Mao consiguió tres activos notorios: ganar una guerra, articular un partido y movilizar el entusiasmo de una parte importante del país.La conjunción de los dos primeros permitió que los nuevos líderes revolucionarios mandaran indistintamente en el partido y en el ejército sin que ello extrañara a nadie: a fin de cuentas, todos ellos habían participado en la creación de ambos. La armonía entre el partido y el ejército -que sólo se rompería con la Revolución Cultural- constituyó una base sólida para el totalitarismo radical de la nueva China, pero no le proporcionó un aparato administrativo suficiente con el que encuadrar a su inmensa población.

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La movilización de masas con motivo de los juicios populares contra los terratenientes resolvió dos problemas de golpe. Por una parte, los procesos locales fueron acompañados de la implantación del partido a nivel de cada pueblo, de cada vecindario: con el comunismo -y no es un cambio menor-, el poder del Estado penetra por primera vez hasta el último rincón y la última familia del país. Ningún Gobierno anterior, desde luego no el despotismo imperial, había llegado a tanto.

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Por otra parte, los movimientos de masas hicieron aflorar los líderes potenciales y facilitaron su integración en el escalafón del partido. Estos nuevos funcionarios, que tenían más de rojos que de expertos, presentaban diferencias cruciales con los anteriores: eran honrados, entusiastas y casi analfabetos.

Con los intelectuales poco se podía contar. A pesar del apoyo inicial a la revolución de buena parte de ellos, Mao desconfiaba totalmente de su lealtad. Cuando catedráticos y artistas llevaban ya un par de años haciéndose la autocrítica, Mao lanzó el Movimiento de las Cien Flores, incitándolos a expresar sus ideas con toda libertad. Hubo que esperar casi un año a que el primero de ellos abriera la boca. Cuando los demás se sumaron en tropel, se les mandó al campo a reeducarse: en 1957 iniciaron una odisea que duraría veinte años y que los convertiría en la generación perdida.

Pero la mayor catástrofe de la revolución llegaría de la mano del Gran Salto Adelante, entre 1958 y 1961. El eslogan Andar sobre las dos piernas -que implicaba consagrar a la industria pesada los recursos procedentes de la movilización de la población agraria- dejó a una más coja que a la otra: en el campo murieron de 20 a 30 millones de personas. Aún hoy, las pirámides de edad de China muestran el sobrecogedor mordisco que produjo aquel desastre.

Mal informados, atrapados en una espiral de complicidades, los cuadros tardaron en reaccionar. Cuando por fin lo hicieron en 1962, la autoridad de Mao quedó muy tocada. Fue en gran parte para recuperar el poder perdido que lanzaría la Revolución Cultural y que convocaría a los jóvenes a bombardear los centros de poder. El caos que se ocasionó -y que absurdamente generó en Occidente un entusiamo reflejo durante el mayo del 68- trajo, junto con los millones de víctimas correspondientes, consecuencias duraderas: con comités locales por doquier paralizando todos los sectores productivos, luchas entre facciones, y todo el país oscilando entre la anarquía y la guerra civil, el ejército acabó imponiéndose por vez primera al partido -y de ahí vino el protagonismo de Lin Biao-, mientras el país entraba en un proceso de descentralización.

Los años setenta vieron iniciarse lentamente el giro que empezaría a sacar a China de su autarquía. La muerte de Lin Biao era un indicador; la de Mao forzó un cambio. Pero hubo que esperar a la llegada de Deng Xiaoping para que el ejército se retirara de la política. Una de las aportaciones más duraderas de Deng, mucho menos conocida que sus reformas económicas, consistió en reasignar a los oficiales para apartarlos de sus bases de poder y en fomentar la profesionalización del ejército como base para su modernización.

El siglo XX se cierra sobre una China incomparablemente más rica y potente que la de 1900: la guerra de los bóxer y los saqueos de los europeos pertenecen a un mundo que ha desaparecido para siempre. Pero para los que tendrán 25 años en el 2000, nacidos todos después de la muerte de Mao, este antepasado venerable y las batallas de sus padres empiezan también a hundirse en las brumas de la historia.

Dolors Folch es profesora de Historia de China en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.

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