Gordo, genial y gastrónomo
Metidos de lleno en el Festival de Cine donostiarra, se puede coincidir con él en homenajear a la gran figura del maestro Alfred Hitchcock. Pero no a través de sus rubias predilectas, sino de sus debilidades e inclinaciones gastronómicas. Sólo hay que observar su perímetro para colegir que entre sus virtudes no destacaba la de la frugalidad. Por referencias de primera o segunda mano se sabe de su inclinación por las comidas copiosas, el vino y los puros habanos, amén de por las rubias de aspecto glacial. Sus biógrafos han destacado tanto su pasión por la cocina casera como su desmedida afición a la bebida, que se fue acrecentando con el transcurrir de los años y la tenencia de una espléndida bodega propia. Cuenta José Luis Tuduri en su libro dedicado al Festival de Cine que Hitchcock, en su única visita al entonces bisoño certamen -en 1958, para presentar en Europa su película Vértigo-, fue agasajado con un banquete en un restaurante de Pasajes de San Juan. Todos los presentes quedaron boquiabiertos con el apetito del cineasta. Se se metió entre pecho y espalda nada menos que entremeses, lenguado, un monumental turnedó con guarnición, arroz con leche, café y un puro de quitar el hipo. En cuanto a las referencias culinarias de sus filmes, no hay que olvidar que su familia poseía un puesto de frutas y verduras en su Londres natal. Esto aparece con fuerza en su penúltima película, Frenesí, en donde la historia de suspense se ve continuamente enmarcada por todo aquello relacionado con la cocina, desde los puestos del mercado londinense, hasta comentarios muy ácidos con respecto a la haute cuisine. Contrapone la culinaria afrancesada a la cocina tradicional inglesa, sobre todo cuando el inspector de policía, para desayunar, pide un par de huevos fritos con salchichas desprestigiando el desayuno basado en un café acompañado con un bollo relleno de aire. Una de sus primeras películas de 1928, todavía muda, y de ilustrativo título, Champagne, demostraba su interés por los entresijos culinarios y también su crítica por cierto tipo de cocina de alto copete y sus hipocresías formales. Son fantásticos -cine en estado puro- los planos en los que muestra el devenir de un bollo de pan en un restaurante de lujo: cogido de un suelo mugriento por el jefe de cocina, con las manos pringosas, y servido elegantemente por el camarero, con guantes y pinzas, al ignorante comensal. Todo un tratado sobre la realidad y la apariencia. Fiel a su manía de aparecer fugazmente en muchas de sus películas, en Náufragos (l944), debido a que la historia transcurre íntegramente en un bote salvavidas, no se le ocurrió sino la genialidad de mostrar en un periódico que lee uno de los supervivientes del naufragio un par de fotografías suyas antes y después de seguir el régimen inserto en un anuncio de publicidad de una marca de productos adelgazantes. No es de extrañar que Hitchcock, ante la manida pregunta de un periodista de cómo elegiría ser asesinado, contestara: "Hay muchas formas preciosas; comiendo es una de ellas".
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