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Sida en el olvido

KOLDO UNCETA Lejos de los flashes y de las indiscretas cámaras de televisión de las grandes cadenas, se está celebrando en Lusaka (Zambia) la IX Conferencia Internacional sobre el Sida. Más de 5000 personas (dirigentes políticos, representantes de ONG, y expertos en el tema) se han reunido para tratar de avanzar soluciones a un problema que, particularmente en Africa, está diezmando a la población de un buen puñado de países. Entre ellos no se encuentra ningún jefe de Estado, ningún presidente de Gobierno de los países más ricos, esos que normalmente suelen acudir para la foto de las grandes cumbres internacionales. Durante más de una década, el sida ha constituído un tema de atención preferente para los gobiernos y los medios de comunicación occidentales. Un tema que ha operado como un auténtico terremoto sobre nuestros comportamientos sociales, y que ha dado lugar a intensos debates, muchos de ellos a raíz de los sucesivos planteamientos del Vaticano sobre el asunto. Tras estos años, el panorama de la enfermedad ha cambiado entre nosotros. Bien es cierto que la infección en adolescentes ha aumentado en el último tiempo, como consecuencia principalmente del empleo de drogas intravenosas en algunos países occidentales y del Este de Europa. Sin embargo, el aumento de la educación preventiva -principalmente en lo referente a la transmisión sexual-, y la utilización de nuevos fármacos, han permitido no pocos avances tanto en la extensión del problema como en su tratamiento. Hoy en día el sida es una epidemia de los pobres. El 95% de todas las personas contagiadas viven en los países, llamados en desarrollo, principalmente en África. Para ellos no existe la esperanza de los fármacos, ni tampoco la de los preservativos, pues su coste supera el salario de un día en gran número de países. La pobreza, la violencia, la desintegración social y económica son demasiado pesadas como para encima prescindir del sexo. La vida, además, pierde valor día a día en medio de un deterioro generalizado que alcanza ya cotas alarmantes. El sida ha provocado ya oficialmente más de 10 millones de muertos en el África subsahariana (dos millones en el último año), a los que hay que sumar otros muchos cuyo nombre nunca aparecerá en las estadísticas. La esperanza de vida es hoy menor en algunas zonas africanas a la que había hace treinta años, al comienzo de los años 70. En Costa de Marfil dicha esperanza de vida se ha recortado en 25 años, y cada día muere un maestro a causa de la enfermedad. La educación se resiente, los sistemas de salud apenas pueden hacer nada, y las débiles economías locales se vienen abajo, ante el descenso de la productividad. Cada año estallan más de 10 bombas como la de Hiroshima, cargadas de VIH, en el continente africano, ante la pasividad de la comunidad internacional. Africa se muere de sida y a nadie parece importarle. Africa subsahariana está muy lejos. No es como Kosovo que está ahí al lado. Además hay un desierto por medio. Por otra parte, los emigrantes se ahogan en el estrecho, con lo que no pueden incrementar el número de enfermos entre nosotros. Nuestra sociedad sonríe autocomplaciente ante el anuncio de nuevos avances en el control de la epidemia. El sida ya se está olvidando en nuestras preocupaciones, ya no es portada, es cuestión del pasado, de los marginados o de quienes se empeñan en seguirse prestando la jeringuilla. No hay esperanza para los millones de niños infectados de África. Ni para los que día a día se infectan mamando la leche envenenada de unos escuálidos pechos maternos. Todos ellos morirán en pocos años. Por eso en Lusaka no hay flashes ni cámaras de televisión. Por eso no hay presidentes ni Jefes de Estado occidentales para la foto. No hay ningún voto que rascar en este asunto.

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