Tras el alma rusa herida
El ballet narrativo del siglo XX tiene su nombre propio indiscutible en John Cranko, y Oneguin es quizá su obra cumbre en este terreno. La unión del inspirado original de Pushkin, junto a la música de Chaikovski, le daban a Cranko una materia ideal para crear una gran obra, y así ha trascendido. Hoy hay pocas oportunidades de verla íntegramente (la española Trinidad Sevillano abordó brillantemente el papel de Tatiana en su etapa inglesa) dado su carácter de gran producción, y el ballet muniqués ha resarcido al público madrileño después del desaguisado de su Giselle con una excelente puesta en escena de este clásico de nuestro tiempo. En esta cuerda, la compañía se muestra muy cómoda, a su escala, y es quizá su registro lógico, en el que debía incidir, una vez que en Stuttgard, cuna natural de estas obras, las cosas apuntan por otros derroteros. El Real tuvo ayer una noche rusa, con una escena del duelo en la nieve digna de recordarse (hay quien dice que esos diez minutos son la obra maestra del Cranko, pero aún hay otros).
Ballet Nacional de la Ópera de Múnich Oneguin
Coreografía: John Cranko. Música: P. I. Chaicovski en arreglos de Kurt-Heinz Stolze. Decorados y vestuario: Jürgen Rose. Director musical: André Presser. Orquesta Sinfónica de Madrid. Teatro Real, Madrid. 14 de septiembre.
Decorados perfectos
El trabajo estético de Rose (colaborador de Cranko en casi todas sus grandes obras) se basa en unos decorados perfectos aún hoy en su naturalismo trasnochado, y arropan una coreografía de gran inventiva que recrea lo académico en una tensa cuerda de virtuosismo expresivo. Cranko explora a través del gesto los meandros abismales del alma rusa, y así la mímica se convierte en un vehículo de la lírica. Judith Turos realiza una Tatiana inspirada por la de Marcia Haydée sin imitarla (a pesar de un cierto parecido físico entre ambas), y, a pesar de que no estuvo en una altura de fuste, es larga y compleja su variación de la casa de Madame Larina. Turos es una gran artista, solvente, madura en la entrega pasional que pide Cranko, lo mismo que Kiril Melnikov en su Oneguin, que aún conserva su nervio y empaque.Volviendo a Rose, su trabajo rebusca en ese arte ruso en el que vibra la nieve y el oro es glacial, es decir, de Repin a Serov, y esos pinceles están en estos decorados, tal como está el propio Pushkin, hasta el punto de que parece que también ha pasado por allí la sombra de Oblómov.
El cuerpo de baile se esforzó, pero aún mostró irregularidades que Cranko no perdonaría (era un perfeccionista nato, eso está en su obra, se respira en su aparato de invención) y, a medida que la obra avanzó, se hizo más coherente. Cranko era un verdadero genio del reciclado de la herencia académica (por ejemplo: la escena del espejo está extraída literalmente de La ventana, de Bournonville), y así cita a Pushkin y a Dostoievski (Dama de picas, El jugador) cuando hace protagonista a las cartas en la escena cumbre del drama. Ésa es en gran medida la labor del arte del ballet, su poder aglutinador, y Cranko, como nadie en el arte moderno, supo poner al servicio del público el contar una historia y hacerla creíble, como anoche en el Real, donde Judith Turos y Melnikov dieron al final de la obra un verdadero recital de canon romántico, de dolor y de amor herido para siempre; ambos hicieron volar sobre la escena esa alma rusa que tanto distingue sus obras, sean del signo que sean: es el alma que evocaba Gogol como crisol y motor de las acciones humanas, de las luchas y las lágrimas. Esta vez ha sido a través de la danza. No han hecho falta palabras.
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