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El banquero Sigarev pensó huir de la Costa del Sol cuando el Banco de España se interesó por su fortuna

Hasta el peor tahúr sabe lo peligroso que es jugar de farol. Nada más llegar a Marbella, Alexander Sigarev quiso dejar constancia de su riqueza recién adquirida y se compró una mansión, un yate, un Rolls. Se pasaba las noches en el casino; las mañanas, en El Corte Inglés. Dejó pasar el tiempo, que su dinero viajase y fuese perdiendo la memoria a la vez que aprendía idiomas. Un día, el cartero llamó a su puerta. Traía un sobre con membrete del Banco de España. A Sigarev se le cambió el color: no se habían creído su jugada, querían ver sus cartas. El juego se ponía peligroso. Desde la llegada del banquero a Marbella -principios de 1995- hasta que el Banco de España le escribió pidiéndole cuentas -el pasado mes de mayo- habían pasado más de cuatro años. Demasiados quizá para vivir rodeado del máximo lujo sin llamar la atención.

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Su desconfianza -no hace tanto se gastó más de 17 millones de pesetas en un sistema de seguridad para proteger su mansión- se le antojaba ahora inútil. El Banco de España le enviaba un requerimiento para que le explicase quién era dueño de la sociedad gibraltareña Mattland, si le pertenecía, por qué le enviaba dinero a sus cuentas españolas, si acaso tenía alguna actividad económica en nuestro país, y si era así, ¿por qué no lo declaraba? Demasiadas preguntas, y todas en castellano.

El ruso telefoneó a sus asesores españoles y les pidió una cita, se sintió agobiado y hasta pensó huir de la Costa del Sol. No pensaba reconocer ante el Banco de España que había recibido de la sociedad gibraltareña más de dos millones y medio de dólares (alrededor de 375 millones de pesetas); no pensaba decirles que lo había transferido a otras cuentas, igualmente suyas, de Nueva York, Suiza, Rusia, Bélgica, Hong Kong...

De acuerdo con su asesor fiscal, acordó crear otra sociedad para poner a nombre de sus hijos pequeños dos o tres millones de dólares (unos 400 millones de pesetas). Descartó recurrir a su mujer, Svetana, dueña oficial de otra sociedad -apoderada por uno de los búlgaros que actúan de testaferros- con un capital superior a los 350 millones de dólares. Dinero por todos lados. Mucho más dinero quizá que su capacidad para blanquearlo. Y además, al igual que su colega Leonid Terekhov, Alexander Sigarev recibía periódicamente la visita de sus colaboradores en Rusia, que a modo de presente les traían bolsas con dinero negro, listo para el prelavado, lavado, enjuagado, centrifugado.

No se había repuesto del susto del Banco de España cuando el timbre sonó por segunda vez. Ahora no era el cartero, sino la policía. Y también -qué manía- se preocupaba por su dinero o, más bien, por el origen de su fortuna. De nada, debió pensar Sigarev, le habían servido los 17 millones en alarmas y cámaras de visión nocturna. Había jugado cuatro años de farol y ahora, de pronto, todo el mundo quería ver sus cartas.

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