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Marruecos: una mirada desde la otra orilla

Tahar Ben Jelloun, en su tribuna sobre la muerte de Hassan II y la subida al trono de su hijo Mohamed VI (EL PAÍS, 26 de julio de 1999, Una nueva era para Marruecos), nos explicaba la reacción del pueblo marroquí, su emoción y su respeto en esos momento cruciales de la vida del país. Era un mensaje para nosotros, españoles en particular y europeos en general, que tenemos dificultad para comprender la identidad profunda de ese pueblo. Lo puedo imaginar en Le Mirage, el pequeño hotel encaramado sobre las Grutas de Hércules, tan próximo a la costa española y tan lejos de nuestra capacidad para entender la personalidad de nuestros vecinos. Pocas semanas después, Juan Goytisolo, mezcla de ironía y sarcasmo, nos describía desmemoriados y arrogantes en nuestra "tolerancia" cuando nos paseamos de turistas por Marraquech o "instruimos" a la servidumbre que nos llega en oleadas de dramáticas pateras.

Desde esta orilla, próxima y remota, sobre las pequeñas colinas que envuelven el asentamiento romano de Bolonia, miro la costa marroquí. Como en un escenario de teatro, aparece la Bahía de Tánger, en una esquina, y el Cabo Espartel de nuestras desdichas pesqueras, en la otra. Una foto, límpida de poniente, fue mi regalo y mi explicación de la "cosa" Magrebí a mis ex colegas del Consejo Europeo, cuando empezamos la discusión sobre la Política Mediterránea de la Unión.

Hace años que inicié una relación intensa con Marruecos, política y personal, intentando superar los prejuicios y las desconfianzas que me acompañaban, como a la inmensa mayoría de mis compatriotas. Se mezclaban en mi propósito, la defensa de un interés de España, coherente con mi responsabilidad, y un deseo personal de aproximación a las raíces de Al-Andalus.

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Siento por Marruecos creciente respeto y afecto, en la medida en que me acerco a su rica identidad cultural, a su sentido de la hospitalidad, a su capacidad de convivencia con el otro. Creo que es la personalidad más definida de lo que conozco en el mundo árabe musulmán, tal vez por la no llegada a su territorio del Imperio Otomano.

Ahora, la muerte de Hassan II abre una nueva etapa histórica cuyos trazos ya habían sido atisbados por el Rey fallecido. Una nueva "era", dice Ben Jelloun, marcada por el impulso de modernidad, desde el respeto a su identidad. La conjugación de estos elementos era simbolizada por la Corona, en una época especialmente compleja de construcción de la independencia, de cambios acelerados en Occidente, tecnológicos y políticos, y de turbulencias sin fin en el mundo árabe poscolonial. El Marruecos que he conocido en los últimos diez o quince años es el país más pluralista e incluyente del mundo árabe; el único en que los judíos, por serlo, no se han sentido excluidos de la convivencia. En muchas ocasiones, el fallecido Rey me expresó su voluntad de facilitar la alternancia democrática, modernizar y abrir la economía de su país incorporando nuevas tecnologías, para legar a su heredero un reino que entrara en el siglo XXI al ritmo de los nuevos tiempos de la globalización. Hassan II, más allá de las críticas que se le han hecho en su largo reinado, era uno de los más lúcidos estrategas que he encontrado en mi vida política.

Su hijo, el Rey Mohamed VI, al que conozco desde su adolescencia, fue preparado, como recuerda Ben Jelloun, para el "oficio de Rey" desde esa doble perspectiva: encarnar la tradición -identidad cultural y religiosa- y desarrollar la política de modernización trazada por su padre. Conoce, como pocas gentes, la Unión Europea y el entramado de la ONU. Conecta generacionalmente con un pueblo extraordinariamente joven, fruto de la explosión demográfica de los últimos treinta años. Asume la Jefatura del Estado un par de años después de que llegara al Ejecutivo un resistente socialdemócrata, como manifestación clara de la alternancia democrática. La inmensa mayoría espera de él que produzca el "milagro" de saltar a la modernidad desde la identidad propia.

El desafío es apasionante: consolidar el pluralismo iniciado por su padre, con el primer ensayo de alternancia democrática en el poder; incorporar los avances de la revolución tecnológica para transitar hacia la nueva economía abierta, modernizando las estructuras políticas y sociales de su país; y hacerlo desde la plataforma de la identidad cultural de Marruecos.

Se equivocan los que piensan desde esta orilla que esa identidad y la modernidad son incompatibles, porque sólo ven la superficie de algunas luchas de poder, trufadas con frecuencia de apelaciones fanáticas de rechazo a la otredad como forma de mantener privilegios que poco o nada tienen que ver con la identidad cultural o religiosa, como nos recuerda lúcidamente Fátima Mernisi. De esa identidad profunda nos llegaron, hace siglos, avances desconocidos en Occidente, sin los que hoy no podríamos explicar lo que somos, en las matemáticas, en la medicina, en la poesía y en la filosofía. A través de ellos conocimos Atenas y comprobamos la convivencia posible y respetuosa entre las religiones del Libro.

Al-Andalus fue la cumbre y el comienzo de la decadencia secular que permitió la sustitución por la hegemonía de "Occidente". Por eso me preocupa esa incomprensión de españoles y europeos. Porque la gran oportunidad, cargada, como todas, de riesgos, nos incumbe y nos implica directamente.

Si la teoría de Huntington sobre el Choque de Civilizaciones fuera cierta, y en gran medida lo es, después de la caída del Muro de Berlín y de la liquidación de la visión simplificada de dos modelos antagónicos, el Mediterráneo sería el tubo de ensayo más complejo y perfecto de la misma. En ningún lugar del planeta se concentran más diversidad cultural, más diferencias sociales, más problemas demográficos, que en torno a este pequeño mar interior que compartimos. Si dividimos el milenio que acaba en dos mitades, la primera era de hegemonía de aquella parte; la segunda, de ésta. ¿Cómo será en el futuro?

Para Huntington, habría que estar preparados para el enfrentamiento inevitable. Para mí, hay que prepararse para la convivencia y la cooperación deseables y posibles. Así lo intenté con Marruecos durante mi etapa de Gobierno, cambiando incluso la concepción de la defensa, además de estimular inversiones y firmar un Tratado de Amistad y Cooperación. Así lo quise cuando presidía el Consejo Europeo y convocamos la Conferencia de Barcelona, o cuando peleé la financiación mediterránea con Helmut Kohl en el Consejo de Cannes, presidido por Chirac.

Todo eso está ahora en una incomprensible parálisis. Ahora que Marruecos dispone de un Gobierno en sintonía con los mayoritarios de la Unión Europea, empeñados en superar las trabas del aparato administrativo obsoleto, mal pagado e ineficiente o de una justicia lenta y sin leyes homologables, con el propósito de que funcione un Estado moderno. Empeñados en reordenar la deuda que los agobia, consumiéndole una parte del presupuesto imprescindible para mejorar el capital físico y el capital humano del país.

Marruecos es, en el mundo árabe y musulmán, la muestra más avanzada de identidad, pluralismo político y voluntad de reforma. El país con mejores condiciones para

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avanzar desde Europa en un proyecto de cooperación con resultados positivos para ambas partes.

No queda mucho tiempo, porque el Gobierno marroquí puede agotar su legislatura sin los avances sociales que lo legitimen para seguir progresando. Su reto es doble y contradictorio en el corto plazo. Si no mejora el instrumento para desarrollar políticas sociales eficientes, reformando el aparato institucional del Estado, no podrá satisfacer las demandas que le han dado legitimidad y le han hecho depositario de esperanzas considerables. Pero esto exige tiempo, recursos y superación de resistencias muy fuertes de viejos intereses creados. A su vez, este tiempo y estos recursos van a retrasar los objetivos finales de educación, sanidad, empleo, que son los que realmente percibirán los ciudadanos como un cambio de situación coherente con sus expectativas. Es fácil imaginar esta contradicción temporal, aprovechada por involucionistas agraviados por la pérdida de privilegios semifeudales. La agitación demagógica puede liquidar los márgenes de maniobra del Gobierno y conducirlos al fracaso.

En lo que he conocido de Marruecos, esta experiencia de alternancia y modernización del Estado, con políticas sociales más adecuadas, son el fruto de la convergencia de dos voluntades: la del propio Rey fallecido, que ahora recogerá el nuevo Rey, y la de la mayoría social de jóvenes que esperan los beneficios del cambio para despejar su incierto futuro. Sin esta convergencia, aunque cueste comprenderlo desde nuestra cultura política, el nuevo Gobierno hubiera sido imposible. Pero si los beneficiarios potenciales son muchos, los perjudicados reales son potentes y no se resignarán. En todo tránsito histórico, las fuerzas involutivas y las del cambio siempre estarán presentes, como bien sabemos los españoles. Si la ceguera arrogante, o el simple desconocimiento de lo que está en juego, continúa de esta parte del Mediterráneo, estaremos contribuyendo a debilitar el cambio y dando ocasión a la involución de regresar al pasado. Marruecos y el nuevo Rey Mohamed VI merecen una apuesta de confianza expresada en cooperación decidida para superar los desafíos. Merecen que nos acerquemos a conocerlos como son, con su gran cultura, con su fuerte identidad y con sus deseos de modernidad. A ellos les va mucho en la apuesta. A nosotros, tanto o más. La estabilidad y el progreso de ese gran país magrebí condicionará a todos sus vecinos, para lo bueno, si ganan su desafío, o para lo malo, si lo pierden. Pero esa pieza del tablero mediterráneo, hoy día la más importante, condicionará también la estabilidad del norte, la nuestra. Aunque sólo fuera por egoísmo inteligente, deberíamos hacer algo. No digamos si hablamos de solidaridad.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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