40 muertos y cerca de 150 desaparecidos en Moscú por un posible atentado terrorista
Un hueco limpio, como cortado con una cuchilla de afeitar, de nueve pisos de alto y 30 metros de ancho, y un enorme montón de escombros que sepulta aún a unas 150 personas, condenadas en su gran mayoría a ser cadáveres, es lo que queda de lo que anteayer era la sección central de un enorme edificio de apartamentos de la periferia de Moscú. La medianoche del miércoles, ese conjunto de cemento, ladrillos, muebles, enseres y vidas se vino abajo por efecto de una explosión devastadora. Al caer la noche se habían recuperado 40 cuerpos y los heridos eran ya 145.
A medida que avanzaban las complicadas operaciones de rescate, la catástrofe cobraba el perfil de un brutal atentado, relacionado directamente con la guerra en la república caucásica de Daguestán. Tanto el ministro del Interior, Vladímir Rushailo, como el alcalde de Moscú, el presidenciable Yuri Luzhkov, se unían a media tarde al coro de opiniones que se inclinaban por la hipótesis de un atentado. Sería el más brutal ocurrido jamás en la capital rusa y dejaría en ridículo la pretensión del Kremlin de presentar el conflicto de Daguestán como un simple problema de bandidismo. Oficialmente se prefiere esperar al resultado de la investigación, que se lleva sobre el terreno por agentes del Servicio Federal de Seguridad (FSB, heredero del KGB soviético) y se continúa en laboratorios especializados.
El Ministerio para las Situaciones de Emergencia, cuya existencia se justifica más que sobradamente en Rusia, dio a entender que se había tratado de una explosión de gas, pero esa versión no encajaba con las declaraciones de algunos testigos que señalaban la ausencia del olor característico en ese tipo de deflagraciones y la presencia, por el contrario, de un intenso olor a pólvora y azufre.
Además, los cristales de las ventanas saltaron hacia dentro de las habitaciones, y los incendios no fueron inmediatos, sino que se produjeron unos 20 minutos después de la explosión. La propia compañía del gas descartaba un accidente provocado por un problema en su red de suministro principal.
Luzhkov, que apuesta a que se trata de una represalia terrorista relacionada con la crisis del Cáucaso, señalaba, no obstante, un punto débil: que el edificio destruido, ocupado en su mayoría por familias de escasos recursos y sin ninguna relación con organismos oficiales o las fuerzas de seguridad, está muy lejos de constituir un objetivo clásico del terrorismo caucásico.
El pasado sábado, por ejemplo, los activistas islámicos eligieron en la localidad daguestana de Buinaksk un blanco mucho más significativo: un bloque de viviendas militares. El resultado de víctimas fue brutal: más de 70 muertos y 100 heridos.
La explosión de Moscú promete superar ampliamente esa cifra, ya que se calcula que hay cerca de 150 cuerpos (vivos o, más probablemente, muertos) sepultados bajo una montaña de escombros. Las pruebas sobre el origen de la explosión se encuentran con toda seguridad en el estrato más bajo, en lo que una vez debieron ser la planta baja y el primer piso. Pero se puede tardar días en llegar hasta allí.
Un portavoz del FSB y el alcalde de Moscú aseguraban que la explosión fue provocada por un explosivo, tal vez ciclonita (utilizado en bombas y proyectiles), equivalente a más de 300 o 400 kilos de trilita.
Poco después se identificaba supuestamente a algunos sospechosos, aunque no se practicó, que se supiera, ninguna detención.
En cuestión de horas se montó en la gran explanada situada frente al lugar de la catástrofe, el número 19 de la calle Gurianov (en honor de un guerrillero de la II Guerra Mundial), un enorme dispositivo que incluía desde decenas de ambulancias a helicópteros para evacuacions de emergencia y tiendas de campaña con equipos médicos, entre ellos uno para prestar ayuda psicológica a las víctimas.
Los más de 300 miembros de los equipos de rescate detenían sus trabajos de vez en cuando para oír los posibles gritos de auxilio de los sepultados. Pero del montón de cascotes, secciones enteras prefabricadas de suelos o paredes y hierros retorcidos les llegaba tan sólo el eco de su propio silencio. Eso desvanecía las penúltimas esperanzas de hallar supervivientes.
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