El voto de los que no votan
Con uno y otro disfraz, o a cara descubierta, el caciquismo ha sido una de los anchos cauces por donde ha discurrido la política española desde la instauración del Estado liberal. Consistía el asunto en consolidar desde una posición de poder social y político redes de clientes a los que se otorgaban favores en forma de puestos de trabajo, subvenciones, licencias o cualquier otra de las muchas mercedes que gracias al control de ayuntamientos y diputaciones los pudientes distribuían a manos llenas. A cambio, el cacique obtenía de clientes y amigos lealtad a su persona y apoyo a sus intereses: una relación transaccional que ha ido extendiendo ubicuas redes clientelares por encima, o por abajo, de cambios de gobierno y hasta de regímenes políticos. Sería absurdo medir todo con el mismo rasero, pero no hay duda de que una buena cantidad de las noticias políticas recibidas desde las últimas elecciones municipales y autonómicas despiden ese familiar y rancio olor a viejísima política. No se trata sólo de historias de un próspero promotor urbanístico con el PSOE que reemerge como titular del pomposo cargo de concejal de Desarrollo Urbano con el PP; o de una tránsfuga que trafica con votos prestados un empleo para su marido y una concejalía para ella misma. En muchos acuerdos poselectorales, tan elogiados por mostrar la madurez de nuestra arraigada cultura del pacto, los partidos más pequeños han firmado coaliciones con el más débil de los grandes porque de esa forma conseguían llevarse la parte del león de la tarta municipal o autonómica. Es curioso que la mejor prueba de lo mucho que los partidos locales o los grupos independientes se desviven por el interés general consista en levantarse de la mesa de negociación con la gestión del urbanismo garantizada para los próximos cuatro años.
Pero el viejo caciquismo no consistía únicamente en distribuir entre clientes y amigos el equivalente de lo que hoy son promociones urbanísticas o empleos para toda la parentela. Además de expertos en el reparto, los viejos caciques, obligados por el sufragio universal, tuvieron que emplearse a fondo para asegurar el voto de los que no iban a votar: los jornaleros del campo, los "sin trabajo" de la ciudad, los pobres de solemnidad. Aunque Jordi Pujol cree y dice que los pobres no votan, su voto contaba y mucho en el recuento final y constituían por tanto un terreno de caza que de ningún modo se podía descuidar. Como las damas catequistas repartían mantas por las chabolas, los agentes del señor diputado distribuían duros por las tabernas, por no hablar de los fondos de reptiles destinados a quitar el hambre a más de un periodista bohemio: estampas entrañables de nuestra interminable historia de caciques.
Hoy todo esto es apenas ligeramente más sutil, aunque las cantidades en danza resulten astronómicamente superiores. Las damas catequistas ya no van por las barriadas pobres repartiendo mantas no sólo porque no hay barriadas pobres sino porque tampoco hay damas catequistas. Hoy a los pobres les decimos receptores de pensiones no contributivas y el equivalente de las señoras que antes repartían tabletas de chocolate entre los niños del barrio, y de los pudientes que hurgaban en sus bolsillos los duros para los parroquianos, son los presidentes autonómicos cuando deciden repartir una paga extraordinaria entre todos los que, como ha recordado Jordi Pujol para que nadie dude de la rectitud y oportunidad de sus intenciones, no van a votar. Pues si decretar una paga extraordinaria la misma semana que se convoca al pueblo a las urnas no es para comprar el voto, será para que el día de las elecciones todos los pobres de la nación puedan darse el lujo de acompañar la sopa de ajo con un hermoso filete de vaca y a los postres recen una oración, y brinden con una copita de aguardiente, por la salud y prosperidad de su desprendido benefactor.
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