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Delito y deporte

JUSTO NAVARRO Poco antes de las nueve de la mañana leo en el periódico que cinco encapuchados han robado en el aeropuerto 500 millones y una partida de diamantes. Los ladrones actuaron el penúltimo día del agonizante agosto, cuando parecía que ya no iba a suceder nada malo, nada más. Agosto ha sido casi siempre un mes maligno, de noticias inexistentes, anodinas o mortalmente catastróficas: el mal se ve más cuando sólo hay mal y vacío. Pero tampoco vemos demasiado mal este tipo de delincuencia. Hemos sido caprichosamente educados, y la profesión infame de atracador tiene la luz de las flechas de Robin de los Bosques y el fulgor de astros heroicos como Steve McQueen y Paul Newman, alguna vez bandidos a los que seguía como un cómplice nuestro corazón de espectadores. Ahora voy por la ciudad del atraco, y oigo aquí y allí expresiones de admiración, qué hijos de puta, teorías sobre presuntos culpables y cómplices: los delitos provocan sed de conocimiento, nos impulsan a buscar el secreto de las acciones humanas, nos hacen científicos y filosóficos. Queremos saber. ¿Atrapará la policía a los culpables? En estos casos no hay misterio. Estos atracos no esconden turbulencias familiares de celos o herencias o deseos putrefactos. Son un caso de pericia valiente y audacia calculada: no entrañan actos sórdidos ni repulsivos. El golpe del aeropuerto ha sido rápido, limpio y profesional, destaca la policía, según la crónica de Esperanza Peláez. En cinco minutos ha habido un botín de 500 millones, un atraco trilingüe, tres frases en tres idiomas prestigiosos, dos tiros al aire, once sacas cargadas en la furgoneta de un negocio de jardinería. Este huerto ambulante de billetes añade a los hechos un matiz verde y campestre. El asalto al furgón blindado en los muelles del aeropuerto: los salteadores de caminos, ejecutada su fechoría, huyen a través de los raíles del tren Málaga-Fuengirola con 500 millones que viajaban a Zúrich, hogar de la secreta banca suiza. Yo paseo por la ciudad escenario del atraco, pongo el oído en los cafés del centro, oigo cómo la hazaña corre de boca en boca. ¿Estoy en 1799, en las callejas que rodean el mercado, o en 1999, cerca de El Corte Inglés? Pienso que, para la mayoría, la ley, cuando no se enfrenta a delitos de sangre, no parece guardar demasiada relación con la vida moral. O quizá el dinero, en cantidades fabulosas y ajenas, sea visto como parte de un juego, trofeo o galardón, aunque muchos descuartizamientos empiecen al tratar de dividir un ridículo billete de 1.000 pesetas. Estos atracadores son mirados así: como jugadores o negociantes intrépidos. Yo mismo considero si no será uno de los ladrones ese rubio un poco bebido que habla a voces en un alemán ortopédico y saca del bolsillo interior de la americana azul y cruzada (botones dorados) un pasaporte para enarbolarlo frente a unos amigos recién hechos en la barra. El rubio de corbata en agosto parece un intrépido hombre de negocios. O un jugador. O un atracador con pistola. Esta mañana el código penal es para la mayoría un reglamento semejante al del fútbol: si lo violas y no te descubren y marcas, bendito seas.

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