Las tumbas más antiguas de Álava
Vitoria El paso de dejar en el camino el cuerpo fallecido del pariente o compañero de tribu a dar al finado ese enterramiento que hasta los más canallas tienen siempre para su enemigo debió costarle al hombre miles de años, pero cuando llegó se decidió a llevarlo a cabo con una trascendencia que no tenía para su vida diaria. Sólo así se entienden los dólmenes, esas estructuras megalíticas de inconcebible factura, especie de macrournas funerarias, que se repartieron por el País Vasco alrededor de 2.500 años antes de Cristo y que cuentan en Álava con algunos de sus bellos ejemplares. Tampoco es para echar las campanas al vuelo a la hora de calificar los dólmenes de Aitzkomendi y Sorginetxe (en la Llanada alavesa) o el llamado La chabola de la hechicera, en la localidad riojanoalavesa de Elvillar. Es cierto que por aquellos tiempos, en otras culturas, como la egipcia, no se conformaban con una docena de piedras y necesitaban millones para levantar esos increíbles monumentos funerarios que adornan las orillas del Nilo. Pero los dólmenes gozan de la sencillez de aquellos objetos realizados por quien acaba de descubrir una técnica y de la elegancia de quien no necesita a Armani para responder a un acontecimiento. Lástima que sólo quede la estructura más o menos completa de tres de ellos y que el resto de los repartidos por Álava se intuyan más que se perciban en su totalidad. Piedra y tierra Los dólmenes eran panteones de piedra y tierra: la piedra, en grandes losas que conformaban la estructura de una sala y un corredor por el que se accedía a ésta; la tierra, para cubrir esta estructura. El resultado, una especie de iglú mortuorio, al que los habitantes de la zona llevaban a sus fallecidos. Allí se enterraba a todos los muertos, sin diferencias de edad, sexo o condición, acompañados de un pequeño ajuar, con el que responder -se supone- a las necesidades de una vida futura. Porque los cadáveres, una vez inhumados, no eran tan importantes para aquellos hombres del Neolítico, la Edad del Bronce y la del Hierro. Así, cuando se procedía a un nuevo enterramiento, revolvían los huesos de los anteriores cadáveres, con el fin de buscar un nuevo sitio al recién llegado. Los descubrimientos realizados en los dólmenes alaveses muestran que no hay un sólo cadáver ni articulación, completos. Aunque puestos a lanzar hipótesis, los autores de esta profanación bien podrían haber sido pobladores más recientes que creían que estas urnas escondían fabulosos tesoros, que nunca llegaron a conseguir porque los citados ajuares no eran más que cerámicas, sílex y otros instrumentos de aquellos tiempos. Quienes sí consideraron tesoros a estos objetos fueron los arqueólogos que redescubrieron los dólmenes. El de Aitzkomendi, en la localidad de Eguilaz, a unos kilómetros de Salvatierra era hasta 1830 un montículo de tierra dedicado al cultivo, hasta que en ese año un labrador lo descubrió casualmente. Ya eran tiempos, entonces, en los que hasta en el pueblo más pequeño había un erudito que olisqueaba un hallazgo arqueológico desde lejos, como el alcalde de Salvatierra Pedro Andrés de Zabala que el 30 de enero de 1833 envió un interesante informe a la Real Academia de San Fernando en el que se informaba minuciosamente de las características del descubrimiento. La descripción era pormenorizada, como recoge José Ignacio Vegas en su folleto Dólmenes en Álava: "su concavidad, de 13 pies de largo y 10 de ancho, contenía en su ámbito huesos y calaveras hasta la altura de más de 5 pies desde su pavimento". Como se ve, este dolmen reflejaba en el momento de su hallazgo la voluntad de sus artífices de recrear con losas y tierra las cuevas en las que sus antepasados y algunos de sus contemporáneos enterraban a sus muertos. El de Aitzkomendi ha sido estudiado hasta en los más mínimos detalles. De este modo, se conoce la procedencia de las diez losas de la cámara -una de arenisca de Zalduendo y el resto, de San Juan y Berezeka en el flanco oriental de Mirutegui- y hasta el peso de la tapa, calculado por el investigador Eguren en 1914 en 10.754 kilos. El otro dolmen propuesto en el recorrido por la Llanada es el de Sorginetxe, en el pueblo de Arrizala, también cerca de Salvatierra. Este sí que era conocido desde antaño, porque no hay referencias a que estuviera cubierto con un túmulo. Su nombre se emparenta con otros dólmenes del País Vasco cuya construcción se atribuyó a seres mitológicos: en Aralar, son los gentiles; aquí, las brujas que, según la leyenda, lo levantaron bajando las rocas en las puntas de las ruecas durante la noche. Y el paseo por estas sugerentes construcciones funerarias en Álava no puede dejar de lado La Chabola de la hechicera, en Elvillar, el de perfil más atractivo de todos los conocidos en la Rioja alavesa. Fue descubierto en 1935, aunque, como en los anteriores, los principales estudios llegaron de la mano de José Miguel de Barandiaran. En este sepulcro se han contabilizado hasta tres fases de enterramientos, que pueden suponer cientos de años de utilización. Es tal la querencia por este lugar como morada final por los pobladores de la zona que su uso alcanza, según algunas versiones, hasta la época romana. Los dólmenes salpican el territorio alavés, al igual que la del resto del País Vasco, pero quizás sean estos tres -al conservar esa estructura imperfecta, un tanto tosca, pero cautivadora- los más atractivos de todos cuantos se pueden rastrear en la geografía vasca, pródiga en restos prehistóricos.
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