Kremlimcorrupción
LA ACTITUD general del presidente ruso, Borís Yeltsin, en el uso del poder siempre ha tendido al abuso. Occidente lo ha aceptado con condescendencia ante la ausencia de alternativas. Era un secreto a voces que gran parte de las ayudas de Europa y Estados Unidos destinadas a evitar la bancarrota del Estado ruso eran desviadas por el inmenso entramado de corrupción que ha sobrevivido al antiguo aparato soviético. Pero nunca hasta ahora habían surgido tan claramente indicios de que Yeltsin personalmente, y sobre todo a través de su hija Tatiana Diachenko, está involucrado directamente en este saqueo. La vinculación de Yeltsin y su hija a cuentas en Suiza y tarjetas de crédito financiadas indirectamente por empresas que renovaron el Kremlin y la sede del Parlamento ha sido desmentida débilmente por las autoridades moscovitas. No es suficiente.Pero, además, se refuerzan las sospechas de que una red mafiosa rusa ha podido llevar a cabo el lavado de dinero de unos 15.000 millones de dólares (2,5 billones de pesetas) procedentes de la actividad de esa mafia y de las inyecciones financieras del Fondo Monetario Internacional (FMI). En el FMI y en la Casa Blanca empieza a cundir la alarma ante unas revelaciones que arrojan sombras no sólo sobre el Kremlin, sino también sobre aquellos responsables de conceder las ayudas, que, al parecer, casi nunca llegan adonde debieran y donde más se necesitan.
Es de esperar que la investigación, revelada ahora, pero en pleno e intenso curso desde hace meses, llegue a conclusiones y pruebas. La vida política en Moscú está tan pervertida que nunca se pueden excluir intoxicaciones en una lucha por el poder con menos escrúpulos que nunca. Pero está claro que el presidente Yeltsin, tan mimado por Occidente, fomenta con su política, por talante y conducta, unas redes de influencia y poder sin control independiente que son la corrupción misma. En la situación económica de la inmensa mayoría de los rusos, que luchan diariamente por su supervivencia, seguir apoyando esa especie de satrapía más o menos ilustrada y amable de Yeltsin y su clan no favorece precisamente el crédito de Occidente. Aumenta los rencores de la maltratada población rusa, fomenta la corrupción y fortalece a quienes actúan por encima o debajo de la ley en aquel gran país. Todo ello es un error. Carísimo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Regularización inmigrantes
- Diplomacia
- Opinión
- Tatiana Diachenko
- Mafia
- Borís Yeltsin
- Estados Unidos
- Rusia
- Política exterior
- Europa este
- Delincuencia
- Política migratoria
- Relaciones internacionales
- Corrupción
- Europa
- Gobierno
- Migración
- Administración Estado
- Delitos
- Relaciones exteriores
- Sucesos
- Demografía
- Administración pública
- Política
- Justicia
- Sociedad