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Tribuna
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Málaga Beach

JUVENAL SOTO Acodado en la terraza de un quinto piso del paseo marítimo de Málaga, la playa es un horizonte de bragas de distintos tallajes puestas a secar bajo el sol de agosto. El personal llega temprano a estas playas y aquí permanece hasta que el sol de la jornada ya no seca más bragas ni más pañales, hasta que el sol de la jornada ya ni calienta los restos de la olla con macarrones ahogados en salsa de tomate que dos o tres familias, compinchadas para el festín, han traído desde los devastados barrios de La Palma y La Palmilla. Han echado el día en el rebalaje tragando buches de las olas contaminadas con cacas y pipís de quince o veinte mil bañistas que también comieron macarrones ahogados en tomate, poniendo bragas a secar bajo el sol de agosto, jugando con las majadas germánicas que el poniente trae desde Torremolinos. Ahora, al atardecer, recogen los lavajes de bragas y, casi en bolas, enjabonan su tonelada de humanidad bajo las duchas de otras aguas contaminadas pero dulces. Algunos de estos bañistas, de higiene más agresiva, se acuclillan en los lavapiés hasta transformar la playa en un descomunal bidé para contorsionistas. Otros, menos dotados para la natación de urgencia, se alivian de cuerpo junto a los muretes que lindan con las baldosas del paseo por donde desfilan familias endomingadas. Cuando leo las opiniones de los lectores de este periódico, suelo encontrar alguna en la que alguien se queja, con razón, de su mala suerte al haber escogido las playas de Málaga para pasar sus vacaciones marítimas. Normalmente, los acusados de tanta escatología son miembros de una de las administraciones competentes en la cosa playera, y los acusadores epistolares se ceban con ellos reprochándoles su probada desidia higiénica. Espero, como a la lluvia, la publicación de una carta en la que cualquier bañista damnificado sitúe alguna de sus acusaciones sobre sus hombros y sobre los hombros del resto de los bañistas damnificados. Llevo años viendo las playas de Málaga rebosantes de macarrones ahogados en tomate, pipirranas, huevos con pisto, ajuares abandonados, muebles de desechos, excrementos de todas las especies de ese reino animal en el que el hombre es el soberano, escombros de las obras cercanas al litoral, condones puestos y sin poner, todos los restos que usted ni puede imaginar abandonados por los propios bañistas. Ni una sola carta he leído aún, ni una sola opinión de lector en la que alguien acuse a la totalidad de los malagueños de esta desgracia palpable: actuamos, salvo contadísimas excepciones, del modo más inquietantemente parecido al de una sabrosa piara de soberbios patas negras de las dehesas extremeñas. Esta consideración mía me temo que exceda el ámbito playero de esta ciudad. Cierto es que las administraciones del playerío malagueño no brillan por sus chorros de oro, pero quizás sea más cierto que los usuarios de las playas de Málaga jamás hemos colaborado con tales administraciones si no es para criticarlas. Y es que cuando no se quiere tener conciencia de que una ciudad y sus playas son cosa de todos resulta mejor repartir, sin rechistar, lo que abunda: mierda, mucha mierda.

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