Titania y Supermán
La reina de las hadas, de Purcell, tiene tras de sí una historia azarosa. Estrenada en Londres en 1692 y repuesta el año siguiente, su música estuvo perdida hasta 1901 e inédita hasta 1903. Al día de hoy, sigue sin estar clara la autoría del libreto y tampoco pueden precisarse cuáles fueron el contenido y la ordenación exacta que Purcell quiso para su obra. Aunque Andrew Pinnock y Bruce Wood han arrojado mucha luz en este sentido, quien se acerque a The Fairy Queen se sabe obligado a buscar respuestas para no pocos interrogantes.Uno de ellos es qué hacer con el texto confiado originalmente a los actores: Robert King ha decidido suprimirlo por completo. Desaparecen así tanto el concepto original de semiópera (un híbrido de música y teatro) como todo vestigio del que ha sido siempre uno de los principales reclamos de la obra: su parentesco con la comedia de Shakespeare. Y es que Purcell no puso música a uno solo de sus versos, sino a una trama en gran medida secundaria con respecto a la acción principal, que abunda en la imaginería, los exotismos y los trucos escénicos.
Para imbricar la música de Purcell con la acción principal, Robert King y Stuart Hopps han introducido un tercer nivel: en los años veinte, un equipo de cine rueda una película en un bosque. Los actores incorporan a las dos parejas de amantes (Hermia-Lisandro y Helena-Demetrio), el director se transmuta en Bottom o, en el último acto, en un cura (el Himeneo del original), y todos ellos, de cuando en cuando, reciben la visita de las hadas. Una propuesta demasiado retorcida, aunque admisible si funcionara la superposición de los tres niveles. El problema es que el divorcio entre el foso y la escena es casi total, como en la genial mascarada del tercer acto, en la que Coridón y Mopsa devienen en Marilyn Monroe y Supermán (sic). La magia y la fantasía del original han dado paso a una ceremonia de la confusión.
Los solistas, obligados a cantar desde el foso los constantes regalos del Orpheus Britannicus, poco pueden hacer por desenredar la madeja: sus voces, agazapadas, se proyectan mal y nada ayuda a emparentarlas con los tejemanejes que se suceden a sus espaldas. Sin embargo, en los dos únicos momentos en los que se cantó sobre el escenario -el aria de la Noche del acto segundo y el famoso Planto del último acto- la música de Purcell se revistió de toda su grandeza y se atisbó un puente entre música y drama. Sin apenas moverse, Carolyn Sampson y Emma Bell transmitieron más emoción que el casi siempre huero despliegue de mímica y coreografía.
A Robert King no puede negársele un amplio conocimiento de la música de Purcell. Más de una veintena de discos y una sencilla y divulgativa biografía del músico parecen mimbres más que suficientes para enfrentarse con garantías al desafío de La reina de las hadas. Su propuesta, sin embargo, está mucho más cerca de una versión de concierto descafeinada, poco madurada y desprovista de los beneficios potenciales de contar con una buena orquesta (The King"s Consort, en exceso dubitativa en los dos primeros actos) y un excelente grupo de cantantes. Entre éstos, mención especial para el veterano Michael George (excelente como el Poeta Borracho y como Coridón) y, sobre todo, para la citada Carolyn Sampson, una soprano con todas las virtudes necesarias para este repertorio.
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