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Flotando en el aire IGNACIO VIDAL-FOLCH

Aunque en los departamentos de lenguas eslavas de las universidades de Barcelona no se enseña el idioma checo, Monika Zgustová es una especie de embajadora oficiosa de la literatura de Bohemia en Barcelona y en España. A ella se deben, entre otros 40 libros traducidos, la versión catalana de Las aventuras del soldado Svejk, que es el clásico por excelencia del idioma checo, y las versiones catalana y castellana de la mayoría de las novelas del mejor escritor checo de la posguerra, Bohumil Hrabal, al que también ha consagrado una biografía definitiva, Los frutos amargos del jardín de las delicias. Zgustová ejerce también en forma intermitente como crítica literaria en los periódicos de mayor difusión. Su experiencia de trasterrada es bastante similar a la de tantos checos que abandonaron su país materno a finales de los años sesenta: yugulada la experiencia política de la Primavera de Praga -el intento de apertura y democratización del sistema comunista, cuyo líder fue Alexander Dubcek- y reimpuesta la ortodoxia soviética en el país centroeuropeo, la familia entera, que ya había sido expoliada en 1948 por el régimen comunista resultante del golpe de Estado, emigró a Estados Unidos llevando por todo equipaje una maleta. Ella tenía 16 años. Desde Chicago siguió la diáspora: hoy los padres de Monika siguen en Nueva York, el hermano vive desde hace muchos años en Japón, y ella, concluidos sus estudios en América, decidió probar suerte en Europa. Tras intentonas de establecerse en Londres y París, recaló en Barcelona: "Me he quedado en Barcelona, entre otras cosas, porque me gustó el clima humano, pero también porque aquí encontré una comprensión de mi experiencia histórica y política. Cosa que no encontré ni en Estados Unidos, ni en Inglaterra, ni en Francia, donde no tenían la experiencia de sufrir una larga dictadura. En cambio, aquí, y aunque todo el mundo intelectual, en el que me movía yo, era de izquierdas, y además preferentemente marxista leninista, este hecho no me pareció tan importante: comprendí que eran sólo palabras que ocultaban más que esclarecer una experiencia. Cuando se dejaba al margen la terminología política, la gente, que también tenía la experiencia de vivir en dictadura, comprendía tu vivencia. Fui muy bien recibida. Me ofrecieron enseguida traducciones y trabajos en los periódicos, y así se trazó mi camino". Zgustová insiste en que el entrevistador haga constar su agradecimiento a un país que la acogió generosamente, pero se refiere a ella misma y a cuantos vienen de una historia parecida como "los que no somos de ninguna parte". Cuando cayó la dictadura comunista en Checoslovaquia, ahora hace 10 años, Monika Zgustová pudo viajar libremente a Praga, y lo hizo con asiduidad. Esos viajes se han ido espaciando en los últimos tiempos, y ahora hace ya un año que no visita su ciudad. Entre otros motivos, uno significativo es que en la sociedad checa (como también en otras, como en la alemana después de la II Guerra Mundial) la palabra emigrante tiene una acepción peyorativa: se reprocha, de manera más o menos consciente, a los exiliados que no se quedasen a sufrir y hacer compañía a los que se quedaron dentro, como si los exiliados se hubieran ido por capricho o ambición y no por una absoluta necesidad espiritual o para escapar a un peligro cierto. "Además, mientras he estado fuera, el país ha cambiado tanto que ahora, aparte del idioma, parece que ya tenga poco en común con aquellas personas. Realmente, no se puede volver a casa. La cultura checa es enriquecedora en su dificultad, pero ya no tiene gran cosa que ver conmigo. Y en cuanto al idioma... como las palabras sirven para expresar ideas que surgen de ciertas mentalidades, y esas ideas y mentalidades difieren tanto que no se reconocen, parece que hablando el mismo idioma hables un idioma distinto. No obstante, a otro nivel, siento la cultura checa como muy propia. ¿Es una paradoja? Creo que toda verdad profunda es paradójica". De un exiliado que lleva muchos años en su país de adopción se suele esperar una de dos cosas: que esté encantado con su nueva patria o que añore profundamente la perdida. Zgustová afirma que en la mayoría de los casos ni uno ni otro cliché se ajusta a la realidad: "La mayoría de la gente que ha sido expulsada de su país o no puede volver a él, como los que vinimos de países comunistas o vienen del Tercer Mundo, ni está encantada con lo que ha encontrado ni añora lo perdido, sino que está flotando por los aires. Lo que sienten es una inseguridad constante. En el trabajo, por ejemplo; los que trabajamos con el idioma, esa inseguridad se puede convertir en una especie de paranoia y tenemos el doble deber de superarla para nosotros mismos y de no dejarla traslucir al mundo que nos rodea. Esa inseguridad constante afecta especialmente a la vida privada. Conozco muchos casos de personas que han tenido relaciones de pareja muy inestables y limitadas en el tiempo, aunque las ganas de vivir una vida de pareja normal son grandes. Las mujeres tienen una gran dificultad en fundar una familia o tener hijos: sabemos que la responsabilidad recae, sobre todo, sobre nosotras, y tenemos la sensación de que no podemos sobrellevarla. Yo misma no tengo hijos por miedo a esa responsabilidad. Y es que la única realidad que siempre se ha repetido en tu vida es la inestabilidad, el hecho de que todo desaparece y cambia de la noche a la mañana, de que nunca hay un suelo seguro bajo tus pies". Esa inseguridad se extiende, "en las personas de un país como el mío, que ha vivido muchos cambios", a los valores de las cosas, las opiniones, los preceptos morales, las convicciones e ideas, todo queda diluido en una sensación de absoluta relatividad y fragilidad de las cosas. En cambio, lo que para una persona enraizada es apenas visible, se convierte para desarraigados como Zgustová en "la cosa real". "Los extranjeros vivimos más que una persona normal la experiencia de la diversidad étnica de una gran ciudad. Yo, por ejemplo, me siento muy cercana e identificada tanto con el amo de un pequeño restaurante libanés como con un médico chino porque en el fondo su experiencia es la mía. Un catalán normal sentirá piedad o curiosidad por el tipo de vida o las condiciones en que trabajan ese libanés o ese indio, pero difícilmente sentirá a la persona en sí". La capacidad de empatía de Monika Zgustová con los desarraigados llega a extremos pavorosos: "Desde que mis padres se exiliaron conmigo, a la edad de 16 años, me identifico con las viejas mendigas en las calles. Y desde que resido en Barcelona me veo proyectada en las viejas mendigas que están sentadas delante de un banco del paseo de Gràcia. Estoy absolutamente convencida de que mi vejez será así. Porque también al final todo me será quitado".

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