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Sobre la dificultad de trabajar aquí XAVIER MORET

Cuando la diseñadora de muebles Nancy Robbins cumplió 28 años vivía con su marido, el pintor Edward Robbins, en un apartamento de Manhattan por el que pagaban tan sólo 8.000 pesetas al mes, con contrato indefinido. Tenía un trabajo estable como interiorista y buenas perspectivas de futuro. Sin embargo, ambos decidieron en 1970 que les vendría bien un cambio de aires y que, después de Nueva York, sólo Europa podía seducirles. "Dudamos entre instalarnos en París, en Londres o en Barcelona", explica Nancy Robbins, "pero al final ganó Barcelona, en parte porque nos gustaba y en parte porque la vida aquí era más barata. Además, mi marido ya conocía la ciudad porque una tía suya había estado casada con el cónsul británico". Aunque Robbins nació en Michigan, llevó con su familia una vida itinerante por los Estados de California, Florida, Luisiana, Massachusetts, Oklahoma, Tejas... Estudió diseño en Rhode Island y conoció al que sería su marido en Nueva York, una ciudad en la que se sentía muy a gusto. "Nueva York es una enfermedad, es algo vivo", asegura, "pero nos fuimos a Barcelona porque buscábamos una ciudad estimulante. Dicen que casi todo en la vida se hace desde la ignorancia y en nuestro caso fue así, ya que no sabíamos dónde nos metíamos. Teníamos claro, sin embargo, que queríamos ir por libre, sin una idea fija de lo que íbamos a hacer". Por el contexto de los primeros años setenta y por el modo en que lo cuenta, da la impresión de que en la decisión de irse a Europa había algo de hippismo, pero Robbins lo niega. "Nunca fui hippie", dice. "Para mí los hippies fueron una moda que acabó siendo otra forma de conformismo. Había algunos muy válidos, pero en grupo... Es como la religión, que cuando es en grupo no me gusta". Los inicios en Barcelona no fueron fáciles. Los Robbins chocaron en primer lugar con la dificultad del idioma. "Fue un lío", comenta riendo, "porque en la calle no hablaban lo que aprendíamos en la Berlitz, pero poco a poco nos fuimos familiarizando". El primer piso que alquilaron, en la Gran Via, les encantaba por lo espacioso que era y por los balcones que tenía, pero cuando arrancaron el papel de la pared se encontraron con una sorpresa desagradable. "Apareció una pintada que decía yankees go home", recuerda Robbins, "y pensamos: esto debe de ser una señal". A pesar de todo, se quedaron, se esforzaron por desmarcarse de los círculos norteamericanos de Barcelona ("no vinimos aquí para conocer compatriotas") y procuraron integrarse en lo que Nancy Robbins califica de "maravillosa vida de Barcelona". "No es verdad lo que dicen de que los catalanes son cerrados, que nunca te invitan a su casa y que su amistad no es nunca verdadera", asegura con vehemencia. "Por nuestra experiencia, son muy generosos, te invitan, te presentan gente...". Cuando los Robbins quisieron instalarse de un modo más estable, comprobaron que fuera de Barcelona la vida era mucho más barata y compraron una casa en el barrio antiguo de Girona por 600.000 pesetas. Allí estuvieron cinco años que Robbins, con la perspectiva del tiempo, juzga así: "Al final te das cuenta de que todo pasa porque tiene que pasar. Si no hubiéramos ido a Girona no habríamos tenido a nuestro hijo porque la vida urbana no es para niños. En Girona, en cambio, tuve un hijo, cultivé un huerto, hice mermeladas, edredones de patchwork...". El patchwork fue una buena salida, ya que Nancy Robbins fue un buen día a Barcelona para enseñárselos a Fernando Amat. Le gustaron y empezaron a venderse en su tienda Vinçon, así como también en la tienda que Bigas Luna tenía en la calle de Muntaner antes de dedicarse al cine. Con Amat y Bigas empezó una buena amistad. Más adelante, sin embargo, se impuso un nuevo cambio de ritmo. "Vendimos la casa de Girona", cuenta Robbins, "y compramos una casa de pueblo en Celrà. Nuestro hijo iba al colegio público y yo daba clases de inglés. Vivíamos con poco y llevábamos una vida sencilla: íbamos a buscar bolets y espárragos, hacía pasteles para un restaurante...". En Celrà todo iba a un ritmo plácido hasta que, en 1980, unos amigos de Girona le ofrecieron a Rob-bins decorar los 400 metros cuadrados de una casa de la familia. Nancy se entusiasmó con la idea y acabó diseñando unos muebles a medida. Ahora que es una acreditada diseñadora de muebles, Nancy Robbins resume así su filosofía: "Son unos muebles que pueden ir con lo clásico o con lo moderno, que pueden aguantar mucho tiempo, ya que no tienen protagonismo". El siguiente paso fue abrir un local para mostrar sus muebles en la calle de la Força de Girona. "Nos parecía que el lugar era ideal porque estaba junto al Colegio de Arquitectos, pero fue un desastre", recuerda. "En dos años entraron sólo dos arquitectos y no vendíamos nada. La gente debía de pensar: si es bueno, ¿por qué no están en Barcelona?". Y hacia Barcelona se fueron. En 1986, Nancy abrió una tienda en Pau Claris, 181, en un antiguo garaje. "El primer año fue terrible, pero al menos compensaba porque entraba gente y nos felicitaba". Poco a poco, el negocio se fue consolidando y Nancy Robbins lo atribuye a un cambio en la sociedad catalana. "La gente ha cambiado mucho", reflexiona. "Aquí siempre ha habido calidad de vida, pero cuando llegamos, a la gente no parecía preocuparle su piso. Hacía mucha vida fuera -en bares, en restaurantes-, pero la casa era algo secundario. Ahora se valora mucho más la decoración". A la reflexión sigue una crítica. "Es mucho mejor vivir aquí", dice, "pero es terrible trabajar aquí. Debes tener mucha paciencia y la gente es muy comodona, no tiene inquietud. No quiere hacer nada que requiera esfuerzo, no le gusta el riesgo. La sociedad de aquí es excelente por la comunicación, por el amor por la comida, por cómo se sientan a la mesa y se enrolla, pero echo de menos el amor por las cosas. Son demasiado comodones". Por último, mirando hacia la calle, la inquieta Nancy Robbins suelta un último comentario entusiasmado: "Me encanta Barcelona. Después de la experiencia de Celrà me he vuelto muy urbana. Ya estuve jubilada unos años y lo que me gusta ahora es el ruido de la ciudad. Cuando estoy en la naturaleza pienso que lo humano sobra. En la ciudad, en cambio, tienes una razón de ser".

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