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CUENTOS DE VERANO El regreso

A. R. ALMODÓVAR Todos los veranos, en julio, la Universidad Complutense organiza un curso de literatura infantil y juvenil española para profesores bilingües norteamericanos. Un gran número son profesoras de habla hispana: portorriqueñas, dominicanas, argentinas..., que ejercen en Nueva York, Los Ángeles, Texas... Su vida profesional se debate regularmente entre el inglés y el español, con ventajas y sufrimientos de muy diversa índole. La inmersión de retorno en las raíces lingüísticas opera en ellas, por descontado, una extraña fascinación, sobre todo cuando empezamos a hablar de cuentos populares, juegos de calle, trabalenguas, adivinanzas infantiles. Entonces es como si decididamente experimentaran un reciclaje genético, algo que las coloca en un feliz descontrol, por la exacta recuperación de aquella retahíla, aquel juego que aprendieron en la placita olvidada de un pueblo costarricense, o mejicano, como si hubieran sido Carmona, Bérchules, Iznájar. Y a muchas de ellas les sube por la memoria el recuerdo encantado de una abuela o una bisabuela andaluza. Este año, tras una de esas sesiones, casi de éxtasis cultural, se me acercó una profesora, que trabaja en Texas, a solicitarme algunos datos más sobre juegos y canciones infantiles de Almería, a los que yo había aludido de paso. Su acento argentino era palmario. Le amplié la información en lo que pude, pero ella entró en nuevos requerimientos, un poco erráticos, por los que intuí que deseaba una conversación más tranquila. Ya en el bar, delante de una cerveza helada, que apenas probó, y como reteniendo todo el tiempo un llanto vidriado en sus pupilas, me contó esta historia: Poco después de la Guerra Civil, una familia de un pueblo almeriense decidió al completo emigrar a la Argentina, siguiendo los pasos de otros parientes. Eran cinco hermanos y hermanas. Pero cuando todo estaba preparado, después de mil esfuerzos, renuncias, ventas precipitadas, el mayor decidió no emprender aquella aventura. Y la madre, que era viuda de guerra, prefirió quedarse también, junto a la tumba del marido. Aquello produjo una fractura total entre los dos bloques, de tal manera que nunca más volvieron a verse ni a tener noticias unos de otros. Es más, los descendientes de los que emigraron nunca supieron que en España había quedado aquel resto familiar. Pero la mujer que me hablaba, que era ya biznieta de la que permaneció en Almería, acabó descubriendo el secreto y, aprovechando este viaje académico, decidió investigar por su cuenta. Llegó al pueblo almeriense y contactó con el alcalde. Éste, un hombre joven, no recordaba de nada a aquella familia, camuflada bajo un mote local. Preguntando aquí y allá, alguien les sugirió que hablasen con una mujer muy anciana, de más de 90 años, pero que tenía buena memoria. Y allí que se encaminó mi narradora, que en este punto sí que tomó un buen trago de cerveza, al tiempo que se secaba la primera lágrima. -Creo que vos me podrá comprender. Imaginá; estoy yo al pie de la escalera de aquella casa, cuando sale al rellano una mujer muy anciana, apoyada en un bastón, se me queda mirando de arriba abajo, y al cabo como de dos minutos eternos, va y me dice: Hija mía, llevo 57 años esperándote.

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