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Tercera via o la política del "Fin de la Historia"

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En un artículo publicado diez años después de su polémico e influyente Fin de la Historia, Francis Fukuyama se reafirmaba con satisfacción en lo que, sin duda, hoy se admite como una certeza inamovible: las hipótesis sobre el triunfo del liberalismo político y de la economía de mercado se han confirmado plenamente. La evolución de Rusia y los países del Este desde aquel año de los prodigios de 1989, unida a la resignada aceptación de las recetas del Banco Mundial y el FMI por parte de los huérfanos de la guerra fría -Estados africanos y asiáticos, principalmente-, avalarían la idea de que Fukuyama no erró, y de que, por tanto, hemos entrado en un remanso del devenir en el que podremos permanecer cuanto nos plazca.Contra lo que pudiera parecer, el flanco más controvertido de la hipótesis de Fukuyama no residiría en sus dificultades para explicar por qué nos ha tocado la inmensa suerte de vivir un momento tan excepcional, por qué a nosotros y no, por ejemplo, a los contemporáneos de César, Carlomagno o Napoleón. Antes bien, el flanco más controvertido se encontraría en la selección y en la limitación de los datos que considera relevantes para alcanzar la conclusión de que, en efecto, la historia tiene un fin y, además, ya lo habría alcanzado. Desde esta perspectiva, no es que la mirada de Fukuyama haga abstracción de hechos ocurridos hace siglos y en ámbitos marginales a su reflexión, como puede ser el cultural. Es que se olvida -se tiene que olvidar- de datos políticos y, sobre todo, económicos, que no han cumplido todavía cuatro décadas.

Como si pretendiese hacer verdad la idea de que, en expresión de Sábato, "el hombre encuentra lentamente aquellos elementos que él mismo puso en la naturaleza", la descripción de los felices sesenta que exige la hipótesis del fin de la historia se concentra, no sobre lo que entonces se consideraba relevante, sino sobre aquello que nos lo parece en nuestra propia realidad de ahora: la evolución del comercio internacional y del mercado internacional de capitales. El resto de elementos que podrían matizar o enriquecer el cuadro pasan a un segundo plano o desaparecen de escena, de modo que cuanto ha sucedido desde 1960 -Rondas del GATT, Organización Mundial de Comercio, liquidación de trabas administrativas para el flujo internacional de capitales- se presenta, efectivamente, como una imparable sucesión de victorias de las actitudes desreguladoras. La conclusión resulta entonces evidente, según la fórmula Fukuyama: la liberalización encarna el sentido de la historia y, en la medida en que se vaya completando, el final de trayecto nos irá quedando necesariamente más próximo.

El razonamiento de Fukuyama es inatacable, pero eso sí, siempre que se acepten las limitaciones de su descripción de la realidad. Si se amplía la mirada y, por ejemplo, se incluye como dato relevante en la descripción económica de los sesenta la evolución de los mercados internacionales de trabajo, el panorama que se obtiene no es el de una rampante desregulación, sino el de una sorprendente simetría. Donde antes había un mercado de capitales nacionalizado, un comercio internacional en vías de liberalización y una notable apertura a los flujos migratorios, hoy nos encontramos con un mercado laboral nacionalizado, un comercio internacional algo más flexible y un mercado financiero abierto. Ante un panorama descrito en estos términos, la idea misma del fin de la historia se desdibuja y en su lugar aparece una visión diferente, pendular, en la que la economía internacional oscila entre situaciones donde se prefiere la movilidad de los trabajadores y otras en las que se opta por la movilidad de los capitales.

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Una actitud política razonable frente a esta otra visión, distinta de la de Fukuyama, sería la de interrogarse sobre si existe un punto de equilibrio que evitara la desgarradora convivencia, en un mismo espacio económico, de pateras cargadas de inmigrantes y operaciones multimillonarias realizadas a través de Internet. En este caso, el problema radicaría en saber qué ámbitos o qué partidos del actual espectro político estarían dispuestos a incluir la búsqueda de ese equilibrio en su programa. ¿Los conservadores? Parece difícil, desde el momento en que han hecho de la liberalización un fin y no un instrumento. ¿La socialdemocracia? Podría ser, pero aquí es donde mejor se observa el espacio ideológico en el que se sitúa la tercera vía, su condición de política ideada para gestionar el fin de la historia, es decir, un mundo en cuya descripción sólo resultan relevantes la globalidad de los mercados financieros y un comercio internacional en trance, siempre en trance, de liberalización. Quizá por ello, la tercera vía encarna una de las paradojas fundamentales a las que se en- Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior frenta la socialdemocracia en estos tiempos, y es que trata de ofrecer alternativas propias sobre una descripción de la realidad realizada por neoliberales y conservadores. Una descripción que no es que sea cuestionable porque procede de donde procede, sino porque se obstina en marginalizar realidades que, como ha sucedido en otras ocasiones en que el mundo se imaginó a un paso de la paz perpetua, acabaron irrumpiendo en el centro de la escena y disolviendo de golpe los pronósticos más optimistas. En este sentido, fenómenos como el nacionalismo o la inmigración pueden preocupar en nuestros días, pero se consideran aún bajo control porque se explican mediante razonamientos psicológicos o emocionales. El temor a la inmensidad del mundo global -se dice- lleva a que muchos ciudadanos busquen refugio en la religión o en valores ancestrales de su entorno más reducido. Por otra parte, se asegura que es la quimera de una vida mejor la que arrastra a muchos africanos y magrebíes hacia una vida de marginación en los suburbios de las grandes ciudades europeas, como si fuesen seres alucinados que toman por auténticas las imágenes de la publicidad. Bastaría, pues, con deshacer esos fantasmas del subconsciente colectivo, o, como dice Anthony Giddens, con "ayudar a los ciudadanos a guiarse en las grandes revoluciones de nuestro tiempo", para que el nacionalismo y la inmigración no representen un peligro para el sistema.

La explicación podría ser, sin embargo, diferente.

Así, el cuestionamiento del Estado que exige la descripción neoliberal y conservadora de la realidad, a la que la tercera vía ha dado en buena medida su beneplácito, está deteriorando el único instrumento de mediación entre las microidentidades disponible hoy. Un instrumento de mediación -el Estado- que facilitaba una lectura transversal de la realidad, forzándonos a identificar los grupos humanos como compuestos de individuos con derecho a sanidad, educación o pensiones, y no de individuos de una u otra raza, una u otra lengua o una u otra cultura. Del mismo modo, la resistencia a integrar la evolución del mercado internacional de trabajo en la descripción de la realidad económica dificulta que el fenómeno de la inmigración se analice desde el lado de la oferta de empleo ilegal, y no sólo desde el de la demanda. Si se hiciera, tal vez se comprendería que africanos y magrebíes no arriesgan sus vidas persiguiendo el incierto glamour de los anuncios televisivos, sino empleos y salarios bien auténticos. Y tal vez se comprendería, además, por qué esos empleos se ubican en pequeñas empresas cuyos productos no pueden competir con los de multinacionales deslocalizadas, o en sectores que, como la construcción, la agricultura o los servicios, tienen que ser necesariamente realizados sobre el terreno.

La osadía intelectual de pronosticar el fin de la historia parece guardar un lejano parecido con el mito de la torre de Babel, en el que un proyecto concebido para unificar voluntades acabó siendo la causa de una división más profunda. Hasta ahora, sólo los conservadores parecían seguros de las virtudes de seguir alzando la torre. Hoy, también la tercera vía parece empeñada en convencer a los que dudaban de que con ella se pudiera alcanzar el cielo, y asegura que, si bien se mira, todo se reduce a la manera en que se coloquen la argamasa y los ladrillos.

José María Ridao es diplomático.

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