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La marea que no cesa

Sami Naïr

El título de la primera página de EL PAÍS del 8 de agosto es inequívoco: Una marea que no cesa. No se trata, en este verano azul, de un mal parte meteorólogico para navegantes con prisa, no: se trata de inmigrantes. Clandestinos, claro. La metáfora es inquietante. Juega con unas connotaciones extremadamente peligrosas -sin duda, en ningún momento deseadas por el autor. Se trata de una "marea" humana que os agrede, invade, sumerge. Las palabras, como el lingüista Austin demostró espléndidamente, no sirven sólo para decir (describir), sino también para hacer (actuar). Actúan sobre el espíritu; configurando el imaginario, se convierten en fuerzas materiales. Decid en Francia: "El español es la corrida más la Guardia Civil" y tendréis la representación francesa del español en la época franquista. Escribid: el "musulmán" de Melilla en lugar del "ciudadano" y tendréis la imagen de una ciudad separada entre cristianos y musulmanes -cristianos, es decir, españoles; musulmantes, es decir, árabes que no queremos llamar "marroquíes"-. Tras estas denominaciones se encubren relaciones de fuerza, modos de exclusión, odio y, sobre todo, mucha ignorancia. No una ignorancia inconsciente, sino buscada, necesaria para la economía psíquica de los comentaristas, indispensable para su propia tranquilidad mental. Mi amigo Juan Goytisolo no cesa de denunciar desde hace años los estragos que acarrean estas denominaciones, pero ¿quién le escucha?Un serio análisis de esas palabras que reproducen seguramente aún más aquello que pretendían combatir (el racismo), revela la estructura de prejuicios de una comunidad que comparte un mismo imaginario. Pero no voy a hacerlo aquí, aunque sería de gran utilidad. Más vale intentar comprender, una vez más, el porqué de la "marea". Y, sobre todo, mantener un lenguaje lo más cercano posible a la verdadera realidad, es decir, tanto el sufrimiento de aquellos que quieren partir, como la incomprensión legítima de la población de las sociedades de acogida. La "marea" tiene al menos cinco buenas razones.

La primera, conocida por todos, es la doble desigualdad entre el norte y el sur del Mediterráneo. Ante todo, una desigualdad entre las dos orillas que hace que el 90% del PNB del conjunto mediterráneo se encuentre hoy día en el norte, y que se acentuó aún más con la construcción europea, que abarca la integración de España y Portugal. Beneficiándose del maná europeo, España y Portugal se vuelven más ricos, y, poco a poco, países de inmigración. Si los países del Magreb se hubieran beneficiado de las mismas ayudas, hoy no habría "marea". En segundo lugar, desigualdad en el seno mismo de las sociedades del sur: nunca fue mayor la exclusión social entre capas dirigentes y población. Los principales recursos se concentran en manos de los más ricos, con un Estado que sirve a menudo para hacer reinar esta ley contra los más desprovistos. A ello se añade la explosión demográfica que hace incierta toda estrategia de desarrollo, ya que aún no hemos encontrado un sistema económico que, en un contexto de subdesarrollo, pueda integrar a los centenares de miles de jóvenes que cada año llegan al mercado laboral. De ahí la ausencia de perspectivas de cambio: ¿quién puede creer que en unos años su vida vaya a ser distinta? Además, ¿la emigración es un trastorno existencial doloroso, si se sabe que una vez regularizado en Europa, el emigrante vuelve con coches y mercancías en las vacaciones?

La segunda buena razón para emigrar se basa en la porosidad fronteriza. A pesar de la retórica marcial de cierre de fronteras, éstas sólo permanecen cerradas para aquellos que no tienen con qué pagar. Al candidato a la emigración se le ofrecen dos métodos: primero, el del visado legal "turista", que no es el más utilizado para emigrar, aunque cada vez lo sea más. Ahora bien, ese visado, a menudo difícil de obtener, se compra -sí, querido lector estival, se compra- cuando no se otorga legalmente. Luego, las redes criminales fronterizas: organizan las travesías en condiciones inhumanas y tienen cómplices en el país de acogida -a veces en el interior mismo de los servicios cuya función es el control de los flujos migratorios. Ya que el paso se vende, ¿por qué no comprarlo?

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La tercera buena razón para emigrar es que el mercado de trabajo de los países del norte del Mediterráneo está, en realidad, abierto a pesar de todo el bombo que se da al tema del paro. No faltan empresarios que busquen mano de obra barata, moldeable a conveniencia. La economía sumergida funciona esencialmente a base de trabajadores extranjeros: ésos son más de 100.000 en España, 200.000 en Francia, tantos más en Italia... En realidad, hay una extensa demanda económica migratoria. Además, desde el momento en que uno encuentra trabajo, las probabilidades de ser expulsado son pocas. La esperanza de regularización es aún real y se trata solamente de aguantar lo máximo posible. La solidaridad humana con las víctimas del racismo que surge en las sociedades de acogida, la voluntad de los sindicatos de regularizar la situación de los trabajadores inmigrantes para evitar un descenso demasiado fuerte de los precios de la fuerza laboral, añadido a la hipocresía política del Estado que rechaza la organización a largo plazo de los flujos migratorios, no hace nada por reprimir a los empleadores clandestinos y otorga de vez en cuando regularizaciones -lo que no desalienta, sino estimula las inmigraciones-.

La cuarta buena razón para emigrar es que, la política económica europea para los países del Mediterráneo, esencialmente mercantil y sin un ápice de solidaridad frente a retos comunes (pobreza, inestabilidad social en el sur..), engendra en los grupos dirigentes del sur una verdadera estrategia de guerrilla migratoria: "Ustedes conquistan nuestros mercados sin darnos los medios para construir empresas o explotaciones agrícolas que empleen nuestra mano de obra; pues apáñense con nuestros parados". Esta filosofía perfectamente realista y legítima se traduce en la mente del candidato potencial a la salida: "Si nuestros dirigentes son impotentes para encontrar una solución, ¿por qué no tentar a nuestra propia suerte al otro lado?". La quinta buena razón para emigrar se basa en el sentido común: en la época de la pretendida globalización y de la liberalización de los mercados, la emigración debería convertirse en un derecho de cada uno. ¿Cómo podemos justificar la aplastante dominación del norte en el ámbito de la difusión de sus mercancías culturales (información, películas, música, moda, comida, libros, juegos...), de la libre circulación de sus capitales y bienes, de la conquista rapaz de todos los mercados y, al mismo tiempo, rechazar la circulación de personas? He dicho: "debería" convertirse en un derecho, pero, en realidad, en el espíritu de la mayoría de candidatos a la emigración, ya es concebida como un derecho. El derecho de disfrutar de los beneficios de un mundo que también ayudaron a construir.

Lejos de ser la marea la que invade, esos desgraciados sólo son en realidad la espuma amarga de un liberalismo sin normas que desplaza hoy día a millones de personas por todo el mundo.

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad ParísVIII.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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