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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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La Santa Cena

Elvira Lindo

No hay nada comparable al amor que se siente hacia un hijo, y nadie me puede discutir a mí el cariño y la entrega que yo dediqué al mío durante los treinta años que vivió y que me quitó a mí la vida, porque a mí me quitó la vida, no puedo recordar el momento en que empecé a vivir sin sentir, como si ya no tuviera corazón. Hoy tampoco lo tengo, ni lloro por su muerte ni por lo que vino después. Me dejo llevar por estos días sin sobresaltos. Tengo sesenta años, pasaré aquí dentro unos diez, me dijo la abogada, saldré casi a punto de cumplir los setenta. Me volveré a mi casa, recibiré las visitas de algún sobrino de vez en cuando, y algún día me moriré y si existe la vida eterna, que a estas alturas lo dudo, espero que no nos encontremos en uno de los pasillos de la muerte porque lo que más deseo es descansar en paz de lo que la vida me dio.Fue un hijo deseado, sí, si es eso lo que tanto interesa, fue deseado, y hubiera tenido más de no ser porque mi marido murió cuando el niño tenía dos años y yo aborté el que llevaba dentro. No fui una viuda depresiva, ni me encerré en casa, ni llevé luto, ni entristecí la vida de mi hijo. Él creció como cualquier chico del barrio, mejor incluso que alguno de sus compañeros, que Nombela, que mucho padre mucho padre, para qué, si era un padre borracho que cada dos por tres ponía a la madre con medio cuerpo fuera de la ventana, o mejor que Sánchez, con el padre todo el día en casa en una silla de ruedas por un accidente laboral. Yo no tengo nada en contra de los padres, pero una vez que el padre se ha muerto, no soy de esas que se pasa el día con el moco colgando. Mi chico fue al colegio, sacó sus cursos, no muy bien, porque no era una lumbrera, pero los sacó. Fue al apuntarse a F.P. cuando se le cruzó el cable. Yo no sé qué pasaba pero llegaba a casa a media mañana, que si no tengo clase, que si me voy al parque. Y yo le creía, porque fue tan de repente el cambio que quién iba a decir esto es que pasa algo raro. Pero siempre hay alguien que te informa, vino Yoli, la del bar, y me dijo: "Tu chico, cuidadito, cuidadito", y yo media hora preguntando que por qué, que por qué, y ella nada, como misteriosa: "Yo sólo te digo, que cuidadito, he visto a muchos empezar así". Y yo: ¿empezar cómo? Y ella de ésas que te ponen el corazón en vilo y luego no quieren dar más explicaciones.

Mandé a mi sobrino el mayor para que le siguiera, para que se enterara, y el sobrino me vino con la noticia. Me dijo: "Que mi primo se está poniendo". ¿Se está poniendo qué?, porque hace quince años me van a decir a mí que la gente sabía qué era eso de que alguien se estaba poniendo. Pero anda que no tuve tiempo de enterarme. Que si tuve tiempo. Los quince años siguientes. Quince años en los que hice de todo, desde llorarle, suplicarle, darle dinero, quitárselo, aprender a leer, porque yo no sabía o sabía pero no muy bien, aprender a leer para poder enterarme de la información de las granjas estas donde le llevé cuatro veces; ir al poblado a pillarle algo cuando le veía muy desesperado, confiar en él cuando llegaba de la granja gordo como un cordero, y desconfiar al mes siguiente cuando le veía que volvía a lo mismo, como si ni yo ni su misma vida le importaran nada. Le eché de casa dos veces, no porque yo quisiera, porque me lo recomendó el psiquiatra: "Échelo de casa, mujer, ¿no ve que le tiene a usted cogido el punto? Échelo de casa y cuando vea cómo es la vida a lo mejor le conviene cambiar". Es muy fácil decir eso, pero yo un día cruzando el parque y ahí que me lo veo en un banco, doblado hacia delante, con la cabeza colgando hacia un lado, en esos sueños negros que le entraban después de ponerse lo suyo. Estaba tan solo, tan delgado, tan sucio, que no pude por menos que acercarme y sentarme a su lado y echar la cabeza sobre mi pecho y llorar besándole esa cara que hacía unos años había sido la cara de un niño, de mi niño, el que lloraba si se hacía de noche y aún estábamos en la calle porque decía que le daba miedo que nos sorprendiera la luna fuera de casa. Me lo llevé a casa de nuevo y le dije al médico: ¿Es que hace mal una madre por recoger a un hijo que se encuentra medio tirado en la calle para que duerma en su cama?, y el médico se tuvo que callar, porque el médico estaba de acuerdo conmigo aunque disimulara. Me decía de vez en cuando que yo también tenía que tratarme. ¿Yo, por qué? Y el médico me decía que aunque yo no lo supiera en las madres también se despiertan sentimientos negativos hacia los hijos. Puede que fuera así, pero yo nunca lo supe. Hasta las mismas vecinas me decían pero, criatura, cómo aguantas. Y yo les decía pues como aguantaríais vosotras si os hubiera tocado esta china. Mi hermana siempre estaba con que al chico lo que le faltaba era alguien que le diera dos hostias, pero yo sabía por otras madres que tenían la misma cruz que yo que hay chavales que se las llevan de todos los colores y no se corrigen, que una vez que se meten en eso, ni la paliza más grande del mundo les lleva por otro camino.

Hace como cosa de tres años que me empezaron a faltar cosas de casa. Eso sí que fue algo nuevo, y algo que me dolió mucho, porque el chico, a pesar de la vida que llevaba, siempre me había tenido a mí y a mi techo como cosa sagrada. El día que me desapareció del joyero mi pulsera de medallitas me senté en la cama y me eché a llorar de una manera que ni yo misma al oirme me reconocía. Cuando digo joyero no hay que pensar en muchas joyas, nada, el anillo de mi marido, los pendientes de la boda, un broche, una sortija, poca cosa. Y la pulsera. La pulsera que me regaló mi marido cuando el niño nació y que llevaba cuatro medallas colgando. Era el número de hijos que pensábamos tener. En una de las medallas estaba grabado el nombre de mi hijo y la fecha de su nacimiento. Mi hijo pasó por el pasillo y me vio sentada en la cama llorando. Entró en la habitación y me acarició un poco la cabeza, como se acaricia a alguien que no se conoce mucho. Alcé los ojos para mirar los suyos y se sintió incómodo y dijo: "Bueno, que me voy". Y yo no supe decirle nada ni reprocharle nada. Qué vas a decir cuando un hijo te roba la medalla con su nombre, qué vas a decir.

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Yo creo que fue a raíz de los robos cuando empecé a sentirme como sin alma. No es que me volviera cruel, ni que contestara mal ni que me descuidara físicamente, no es eso, es algo más difícil de explicar, como si estuviera hueca y las cosas cada vez me fueran resbalando más. Seguí yendo a las reuniones de la escuela de adultos y a las de las madres. Y seguí visitando al psiquiatra, que me miraba fijamente y me decía que me encontraba rara, como demasiado tranquila. Y yo le contestaba pues qué va a ser, que una se acostumbra. Pero él decía que no hay madre que se acostumbre a vivir en el infierno con su propio hijo. Al principio le contaba al médico las cosas que me iban faltando en casa, pero luego dejé de hacerlo, porque él me exigía que me enfadara con el chico, que me indignara, me decía que no se puede vivir sin reaccionar. Me desapareció el reloj de mi marido, la televisión pequeña del cuarto, la plancha, el vídeo, dinero, claro, unas lamparillas de bronce; no dejaban de desaparecer cosas, y a veces eran cosas que nunca hubiera podido imaginar ni que alguien quisiera robarlas ni que un perista quisiera venderlas. Podía pasar que fuera a coserle un botón y me faltara el costurero, o que faltara el secador cuando me iba a secar el pelo o el portarrollos del váter. Yo lo iba sustituyendo con cosas baratas. Todos los accesorios del cuarto de baño acabaron siendo de la tienda de veinte duros. No se lo contaba a nadie y sustituía las cosas incluyéndolas en la lista de la compra como la cosa más normal del mundo.

Pero pasó que un día, uno de esos días raros en que se presentaba a cenar, nos sentamos a la mesa. Se comió su filete y yo andaba yendo y viniendo de la cocina y comiendo cualquier cosilla por el camino, porque de tanto tiempo que hace que vivo sola, lo que dicen mis hermanos, que ya no sé comer como Dios manda. Fue al llevar el flan a la mesa. El flan que a él tanto le gustaba y que yo nunca le dejé de hacer a pesar de todo. Lo partí por la mitad, como siempre, y me senté. Miré a la pared y entonces fue cuando vi el hueco. En el lugar donde había estado toda la vida La Santa Cena de plata que me regalaron mis hermanos al casarme no había nada, sólo el cerco del cuadro, el vacío. Sentí una presión en la nuca, la presión que se siente cuando te llevas un susto muy grande. Miré a mi hijo. Seguía comiéndose su flan tranquilamente, con la seguridad de que yo no iba a decirle ni a reprocharle nada. Pero no fue así. Por primera vez no fue así.

-¿Por qué me has robado el cuadro?

-¿Qué cuadro?

-Mi Santa Cena, el que estaba ahí.

-¿Dónde?

-Ahí, ¿es que no ves el cerco que ha dejado el cuadro?

-Yo no sé nada de ningún cuadro.

-¿Es que tú no has visto toda la vida ahí un cuadro con Cristo y los doce apóstoles? -Lo habré visto, pero no me acuerdo.

-¿Cómo no lo vas a ver, cómo no lo vas a ver? -empecé a golpear la mesa con los puños- Toda la vida, toda, ha estado La Última Cena ahí. Dime que sabes de qué cuadro te estoy hablando.

-Pero, ¿se puede saber qué te ha dado esta noche con el cuadro? Déjame en paz ya con el cuadro de las narices.

Si hubiera habido una botella de vino en la mesa se la hubiera roto en la cabeza, pero sólo estaba el cartón de tetrabrick, así que busqué desesperadamente algo con lo que darle. En el cubrerradiador había un almirez de bronce que, milagrosamente, no me había robado todavía. Agarré la mano del almirez y la levanté.

-¿Qué había ahí en ese hueco?

-¡Estás loca, tía, estás completamente loca! -¿Qué había?

-¡Que no lo sé te he dicho! Le di el primer golpe. Si entonces hubiera reaccionado, si se hubiera echado a llorar, si me hubiera dicho mamá, por favor, perdóname, no puedo evitarlo, no quiero hacerte daño, es que ya no sé hacer otra cosa... Pero no, se llevó la mano a la cabeza que le sangraba y gritó:

-¡No sé dónde está la mierda de tu cuadro! Entonces cayeron sobre su cabeza uno, dos, tres, no sé cuántos golpes, hasta que se quedó sobre el plato del flan, como un niño cansado que se duerme en la mesa. Yo sabía que estaba muerto. Sabía que lo había matado, quiero decir que no fue un arrebato, no perdí la cabeza, ya se lo dije al psiquiatra, que no quería disculpas. Porque la disculpa está en una vida entera, y esa vida, a quién le interesa.

Dejé el mango del almirez en la mesa y pasé a casa de la vecina para pedirle que llamara a la policía. La vecina me preguntó que qué había pasado y yo no se lo quise decir en ese momento, no porque intentara ocultar nada, como se ha dicho, sino porque salieron los dos niños con ella a abrirme y no quise que las criaturas se llevaran esa impresión. Volví a mi casa y me senté. A la media hora o así llegó la policía. Lo que pasé después ya lo sabe todo el mundo. De lo que pasa después siempre se entera la gente, de lo que pasa antes nadie nadie se entera nunca.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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