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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El eco de Watergate

Hace 25 años que, tal día como hoy, Richard M. Nixon anunciaba su dimisión en pleno segundo mandato por el caso Watergate, la operación de espionaje electoral en las oficinas del Partido Demócrata en Washington sistemáticamente encubierta por la Casa Blanca. El presidente republicano tiró la toalla cuando la Cámara de Representantes estaba a punto de aprobar su juicio, o impeachment, en el Senado. Era el segundo jefe de Estado -tras Andrew Jackson en el siglo XIX, que resultó exonerado- en verse sometido a ese procedimiento. El tercero ha sido el demócrata Bill Clinton, que, como Jackson, sobrevivió al juicio porque la Cámara no alcanzó en febrero pasado la mayoría de dos tercios necesaria para destituirle. En los años anteriores a ese fatídico día -para Nixon- de 1974, había ido desarrollándose la noción de que la primera magistratura de EE UU se estaba convirtiendo en una presidencia imperial, como escribió Arthur M. Schlesinger; la misma que permitió, por ejemplo, al presidente Johnson hacer la guerra a Vietnam del Norte sin declaración formal de hostilidades, prerrogativa ésta que constitucionalmente corresponde al Senado. El descalabro de Nixon cortó esa progresión, haciendo que la presidencia sufriera desde entonces un control mediático y político sin precedentes. Es razonable argumentar que la suerte que ha corrido Clinton a raíz de determinados comportamientos contrarios a la moral reinante, pero en ningún caso tipificados como delito, no habría sido tal de no mediar antes un Watergate. A lo que habría que añadir como elemento base las exigencias moralizantes impuestas por la opinión pública estadounidense para el desempeño de la función pública. Las acciones contra Nixon desacralizaron la Casa Blanca, convirtiendo a su morador en sujeto de criminalización. La nueva pudibundez social, agitada por la derecha de la llamada mayoría moral, ha puesto cerco al comportamiento de los representantes de la nación. ¡Si, tan sólo unos años antes, a John Kennedy se le hubieran podido exigir cuentas por sus excursiones extraconyugales! Al final suelen ser circunstancias externas al juego de controles y presiones sobre la presidencia las que determinan cuán imperial pueda ser ésta. Desde el punto de vista interno, Clinton tiene que trabajar con un Congreso republicano en contra, por lo que sus partidarios podrían argumentar que su Gobierno es menos efectivo, ergo menos imperial, que otros muchos; en lo exterior, en cambio -y desaparecida la URSS, que ha dejado a EE UU como dueño único del manto del poder-, países como Yugoslavia o Irak pensarán otra cosa.¿Es bueno o malo que en EE UU exista ese control obsesivo de los movimientos de su presidente? Que el sistema no deje a salvo ni la jefatura del Estado no sería mala lección para algunos, tan augustos y desdeñosos, países europeos. Pero seguramente basta y sobra con esgrimir el Código Penal a la hora de amenazar al ocupante de la Casa Blanca, sin necesidad de pruebas del ADN o cosas por el estilo. Por eso Nixon sí era culpable.

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