Chávez no es Perón
Se puede argumentar que sólo votó el 47% de la población, y que una Asamblea Constituyente encargada de redactar una Carta Magna de contenido desconocido, abstracto o iluso no significa nada. Y habrá -de hecho, ya hay- quien diga que los votantes fueron manipulados, engatusados y llevados al matadero político e ideológico por un clásico demagogo latinoamericano con inclinaciones populistas y autoritarias. Pero, cuántos partidos o líderes de la región no se regocijarían ante resultados como los que logró el comandante y presidente Hugo Chávez en los comicios celebrados en Venezuela el 25 de julio. Se dice fácil: 90% de los sufragios, 120 de 128 escaños, y una participación electoral suficiente -aunque baja- para reivindicar un auténtico mandato.Es cierto, también, que subsisten dudas y preocupaciones enteramente válidas sobre varios aspectos tanto de la elección como del desempeño de Chávez en la presidencia. En lo tocante a la Asamblea recién electa, la idea de elaborar una nueva Constitución en tres meses -dispone del doble, pero Chávez la conminó a terminar en noviembre-, de aprobarla vía referéndum, de imponer el voto de los militares en dicho referéndum -en un país cuyo primer mandatario goza de una inmensa popularidad entre la tropa- y de desatar una disputa de competencias y poderes entre la nueva Cámara provisional y el anterior cuerpo legislativo son señales confusas y alarmantes que sugieren una tentación autoritaria, no consumada, pero innegable. Igualmente, los distintos pronunciamientos de Chávez en materia económica y social no deslumbran por su precisión ni claridad. En unas ocasiones anuncia metas incompatibles entre sí; en otras parece procurar objetivos deseables, pero de difícil o imposible realización mediante decretos o decisiones presidenciales (bajar las tasas de interés, por ejemplo); en otros casos más revela una ortodoxia esperable, pero decepcionante para algunos (su postura real frente al FMI). Y ni duda cabe que el estado medianamente satisfactorio de la economía venezolana -reservas considerables, déficit en cuenta corriente controlado, inflación menor de la esperada- se debe ante todo al alza de los precios del petróleo; se perfila, sin embargo, lo que Ricardo Haussman, economista jefe del BID y ex ministro de Planificación de Venezuela, ha llamado una "huelga de inversiones" en el país, que no augura nada bueno para el futuro.
Pero todos estos motivos de escepticismo no bastan para reducir el fenómeno Chávez a un mero brote tardío de populismo, o para convertirlo en un espantapájaros del renacimiento del militarismo latinoamericano. Aun suponiendo que Perón fuera Perón, es decir, que su primer paso por el poder en los años 40 y 50 correspondiera a la caricatura que de él se hace en los círculos adeptos al dogma neoliberal, Chávez no es Perón. Su irrupción en escena, su fuerza y popularidad y sus perspectivas no deben simplificarse hasta ignorar o despreciar las explicaciones más complejas del surgimiento de lo que puede constituir una novedad en el panorama político latinoamericano.
Para empezar, no se trata de una mera respuesta popular contra la corrupción. Los pueblos latinoamericanos, en su gran mayoría, y por razones tan diversas como insondeables, se han resignado durante siglos ante la venalidad y los abusos de sus gobernantes, mientras obtengan algún beneficio a cambio. Cuando la economía venezolana crecía, y abundaban los dólares baratos y los barriles caros, el electorado daba su confianza repetidamente a los mismos partidos tradicionales, que hoy han castigado, siendo sus dirigentes de entonces tan corruptos como ahora. Es el estancamiento económico y la desaparición de la esperanza los que han llevado al chavismo, no sólo la reacción inmisericorde contra la corrupción.
En segundo lugar, si bien todos los electorados son manipulables e ingenuos -ver Alemania en 1933-, los votantes venezolanos lo son menos que muchos de sus pares latinoamericanos. El de Venezuela es el sistema democrático-representativo ininterrumpido más antiguo de la región (aunque en Colombia podrían arguir lo mismo), y desde 1959 el país ha celebrado elecciones constantes y más bien limpias y equitativas, con un movimiento obrero combativo, una sociedad civil activa y una prensa vigorosa e independiente. No vota un electorado neófito y desinformado, sino sufragantes acostumbrados al ritual electoral, relativamente bien informados vía sus partidos, sindicatos, medios de comunicación. Si están hartos del status quo, por algo será, y si quieren algo nuevo o diferente, sus motivos tendrán.Tercero, no vale la pena contarse cuentos: sin una presidencia fuerte, que logre colocarse por encima y al margen de las potentes élites latinoamericanas, siempre buscando capturar rentas, privilegios y tendencias, no habrá manera de enfrentar los grandes retos de la región: la desigualdad, la debilidad fiscal y política de los estados, la inconclusa construcción nacional, la pobreza y la destrucción del medio ambiente. Se requiere de poderes ejecutivos fuertes y democráticos, pero, a diferencia del pasado, no autoritarios, que rindan cuentas, no se perpetúen en la silla presidencial y se vean obligados a conformar y consolidar consensos en apoyo a sus propuestas y a aceptar sus derrotas cuando las sufran. Pensar que se puede avanzar en América Latina con gobiernos a la italiana o a la estadounidense, con federalismos feroces de facto o de jure, raya en la ingenuidad. Volver al autoritarismo civil o militar sería nefasto; una presidencia debilitada y paralizada no lo sería menos.
Por último -pero esto es lo más importante-, el populismo en América Latina no proviene de la falta de formación económica de los dirigentes políticos de antaño -que, por cierto, existió-, sino de las enormes presiones redistributivas generadas por la abismal y ancestral desigualdad latinoamericana. El que la buena voluntad o el oportunismo hayan conducido a excesos y errores de política económica, que a su vez desembocaron en trágicas debacles económicas y sociales, obliga a rectificar dichos errores y excesos, no a resignarse ante el desastre distributivo de la región. No hay que detener o impedir el crecimiento para redistribuir, pero seguir posponiendo la redistribución de modo indefinido es igualmente inaceptable. La reacción venezolana es por lo menos, en igual medida a todo lo demás, una respuesta popular ante la desigualdad; y Chávez, en sus desplantes y confusiones, busca a su manera una vía para corregirla.
No es seguro que esto se pueda lograr sin reproducir algunos de las rasgos clásicos del populismo: la redistribución de derechos, activos y poder a favor de sectores excluidos o desfavorecidos, el acotamiento de los privilegios y del poder de las élites locales y la movilización social de amplios sectores de la población, en ocasiones a través de mecanismos y temas que no necesariamente corresponden directa y fielmente a los objetivos perseguidos, o incluso francamente deplorables. Lograr todo esto, y en democracia -condición sine qua non de su éxito y viabilidad- es una tarea herculeana. Su consecución podría, en efecto, ser tachada de populismo aggiornado y/o light. Pero el advenimiento del mismo no sería lo peor en sucederle a América Latina en este fin de siglo.
Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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