LA CRÓNICA Días como ése JORDI PUNTÍ
El pasado miércoles fui a ver y a escuchar a Van Morrison en el Poble Espanyol, y de alguna forma, en mi fuero interno, logré cerrar un círculo que había dejado abierto dos años atrás, en la anterior visita del león de Belfast -me gusta este tópico- en el mismo recinto para presentar las canciones de su disco The healing game. En aquella ocasión no pude ver sobre el escenario al cantante porque no encontré ni una entrada disponible, aunque sí lo escuché porque asistí al concierto desde el exterior, en la calle. Podría decir que este círculo inconcluso que el miércoles por la noche se cerró era también una herida abierta no cicatrizada, pero mentiría: no hubo herida alguna, porque si bien escuché el inicio del concierto en la calle, algo triste, sentado en la acera y con ojos -imagino- de perro apaleado, los hechos que voy a contar -nada extraordinarios, por otra parte, y quizá esto es lo mejor- me hacen ver ahora, cuando los recuerdo con toda precisión, que días como ése no se olvidan con facilidad. Aquella noche, cuando Van Morrison empezaba el tercer tema y fuera del recinto del Poble Espanyol ya no quedaban más que vendedores de camisetas y refrescos, turistas despistados e incondicionales sin entrada como yo, recordé que alguien me había hablado alguna vez del Club de Tenis Pompeia y de su acústica perfecta. Las pistas de tierra batida de este club se expanden por una de las laderas de Montjuïc, y su pista central, con las gradas de piedra alrededor y la terraza del bar presidiéndola, quedan justo detrás de la plaza del Poble; por uno de esos extraños fenómenos físicos, me habían contado, la reverberación de la música rebota no se sabe dónde y llega allí con absoluta nitidez, como si de hecho el concierto se estuviera produciendo en la mismísima pista central. Aquella noche de hace dos años fui a comprobarlo con mis propios oídos. Eran pasadas las diez cuando atravesé la verja señorial aunque algo oxidada del club de tenis. Me recibieron el silencio en verano (un lujo) y una oscuridad envolvente rota tan sólo por la luz tenue que alumbraba la terraza. Nadie jugaba ya al tenis a aquellas horas. Subí las escaleras que llevaban al bar, frente a la terraza; pude entonces escuchar de nuevo y mejor el vozarrón desgarrado de Van Morrison interpretando algún rhythm & blues. Le pedí una cerveza al barman acodado tras la barra y le pregunté si podía quedarme en la terraza. Asintió con la cabeza, sin decir palabra. Con la cerveza en la mano, salí afuera y me senté, buscando la mejor posición para escuchar bien el concierto, y entonces llegó otra persona, un hombre de unos cuarenta años. No consigo fijar de nuevo su rostro, ha pasado el tiempo, pero sí recuerdo en cambio su ademán cuando le vi salir de la oscuridad y caminar con paso tímido. Subió él también las escaleras y entró en el bar, y al rato se acercó a mi mesa con una cerveza en la mano y me preguntó si podía sentarse. "Por supuesto", le dije, y levanté el vaso por Van Morrison. Brindamos entre sonrisas forzadas. Escuchamos en silencio un par de canciones y entonces, en la breve pausa de los aplausos entre dos temas, empezamos a hablar. Le daba mucha rabia haberse quedado sin entrada, un despiste y quizá la confianza excesiva. A mí también. Él prefería el Van Morrison de los setenta, el de Moondance y Astral weeks, y sobre todo un disco doble en directo (hacía años que lo llevaba en el coche, grabado en una cinta); yo, en cambio, le hablé del Van Morrison de No guru, no method, no teacher y de mi debilidad: el extraordinario Days like this (Días como éste), donde estaba para mí su mejor composición, Ancient highway. De vez en cuando nos callábamos y atendíamos a las canciones, cuya elección aprobábamos con nuestro comentario. Renovamos las cervezas -una ronda cada uno- y seguimos prestando atención. Recuerdo la pista de tenis frente a nosotros, vacía y oscura, y como en un momento dado sentí la necesidad de llenarla: siguiendo a Van the Man empecé a entonar en voz alta el No religion, que interpretaba en ese momento, y mi nuevo amigo también se soltó y cantamos juntos el estribillo. Los días así, como ése, no se olvidan. Cuando nos pareció que el concierto estaba a punto de terminar -la clásica hora y media-, uno de los dos propuso que nos fuéramos yendo. Salimos de nuevo a la calle, frente al Poble Espanyol, y un momento antes de despedirnos, como si fuera realmente imprescindible, nos pusimos al corriente de nuestras vidas. Él era ferroviario, me contó, quizá algún día coincidiríamos en un tren o en cualquier otra parte. Dentro, el concierto acababa de terminar y la gente, emocionada, pedía un bis entre aplausos, una última muestra de gratitud musical. Pero para entonces Van Morrison, con su traje negro y su sombrero negro y sus gafas negras, ya se había metido en un Mercedes y, pasando a nuestro lado, se marchaba veloz hacia su habitación de hotel, quién sabe si huyendo de algo, o tal vez buscando esa soledad de pista de tenis vacía en la noche.
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