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Cultura veraniega

El verano trae inevitablemente en sus alforjas nuevos modos de comportamiento en la percepción de la cultura. El sentido del tiempo es diferente. Hay una invitación saludable a la pereza, a la delectación del instante. Las vacaciones agudizan un abandono de los sentidos, un sentimiento de proximidad con la naturaleza. No hace falta recurrir a las magdalenas de Proust para sentir la urgencia de recuperar culturalmente el tiempo perdido. El verano propicia los encuentros frente a los aislamientos, la aventura frente a la rutina. La cultura se manifiesta agazapada y próxima, seductora y silenciosa, al alcance de un guiño. No es cuestión de rechazar la complicidad que nos brinda.Es la hora insustituible de recuperar lo imperecedero, de volver a leer La odisea, de Homero, o las Novelas ejemplares, de Cervantes, o cualquiera de las obras maestras de la literatura inglesa que sin ningún tipo de desfallecimiento va recomendando con insistencia José María Guelbenzu. Es la hora también de descubrir de una vez por todas el pensamiento y la personalidad de la escritora Simone Weil, o de escuchar con atención en disco la ópera El gran macabro, de Ligeti, en la reciente versión de Salonen, o tal vez de descubrir el encanto de la cuerda de tenor en el repertorio liederístico con la voz del joven Ian Bostridge.

Tiempo de viajes, interiores o exteriores, nada mejor que refugiarse en las salas de cine con aire acondicionado para dejarse llevar por la reinvención de los clásicos que proponen las filmotecas, o para gozar de esa maravilla mozartiana que es Cuento de otoño, de Rohmer, quintaesencia de un cine de hoy y de todos los tiempos, con la palabra y la imagen viviendo un sueño de amor total al calor de las viñas.

Los sentidos, la gastronomía y la música tienen su lugar a pleno sol en las combinaciones veraniegas. El duelo entre Cataluña y el País Vasco es apasionante. En San Sebastián se puede asistir en agosto a la opereta El murciélago, de Strauss, antes de los fuegos artificiales, o a La reina de las hadas, de Purcell; en Peralada apuestan por Così fan tutte, de Mozart, y por Carmen, de Bizet. El contratenor J. Kowalski y el director de orquesta Robert King, frente a los directores de escena Giorgio Strehler y Calisto Bieito; la familia Arzak y los hermanos Arbelaitz, frente Ferran Adrià y Carmen Ruscalleda. ¡Qué delirio!

Las tentaciones se multiplican y las sorpresas surgen hasta en el fin del mundo; es decir, en O Rexo (Allariz), al sur de Ourense, con la última y espectacular intervención de piedras y árboles pintados al aire libre por Agustín Ibarrola, o más cerca, en un curso de verano de jardinería de Carmen Añón, o, sin salir de Madrid, frente a los cuadros de Morandi expuestos en la Fundación Thyssen, frente al Museo del Prado, el secreto mejor guardado de la cultura española, en verano o cuando sea.

El verano nos sacude, nos envuelve, nos seduce, nos inquieta, nos deleita, nos asfixia. La cultura veraniega es efímera, sí, como la vida; excepcional, sí, como la noche, el mar o una tormenta de alta montaña; inigualable, sí, como una reunión bajo una parra con mantel de cuadros, con viejos y nuevos amigos al olor cercano del sarmiento. Es tiempo de paradojas, donde los espejismos son posibles, y hasta resulta que Londres o Roma están más cerca que Soria o Alcorcón. Es el momento propicio para que los queridos fantasmas de Mozart, Rohmer, Weil, Morandi, Jane Austen o La Fura dels Baus aparezcan en pleno insomnio para dejarnos bien claro que el día y la noche se funden con naturalidad entre sorbo y sorbo del último whisky.

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