Rastros del pasado
España conoció hacia 1930 un momento de extraordinaria densidad cultural. La coincidencia de los prestigios que venían del 98 con la madurez de la generación del 14 y la avasalladora irrupción de la gente nueva, la que había nacido ya comenzando el siglo, convirtió con sus fuegos cruzados el marasmo que lamentaba Unamuno en aquel enjambre lleno de rumor renacentista que desde la lejanía evocaba Moreno Villa. No fue sólo una explosión artística y literaria: arquitectos, ingenieros, físicos, químicos, matemáticos, pedagogos y hasta filósofos, gentes que iban y venían por Europa y Estados Unidos, que dominaban, con el del arte, el lenguaje de la ciencia.Diez años después, de todo eso no quedó nada. Todo eso fue arrasado, exterminado. La magnitud de la represión y del exilio español de 1939 tuvo la dimensión de una catástrofe. Hasta Manuel de Falla, un beato en el más estricto sentido de la palabra, hubo de peregrinar a Argentina. No quedó nada, excepto cadáveres, campos de concentración, cientos de miles de prisioneros y exiliados, decenas de miles de ejecutados. Mil veces peor que la guerra, la represión desatada desde el día de la victoria dejó tras de sí un campo de desolación donde antes corrían torrentes de vida.
El espacio devastado por las ejecuciones y el exilio fue ocupado por gentes que venían del catolicismo, del fascismo o de ambas cosas a la vez. Falange se catolizó, los católicos se falangistaron y España produjo a mansalva aquel híbrido que fue el intelectual católico-fascista. De lo nacido de ese cruce quedaron numerosos rastros: ceremonias medievalizantes, exaltación del Caudillo como enviado de Dios, asalto a las posiciones de mando, cruzadas contra la anti-España, celebración de desfiles y procesiones, intelectuales en botas y correajes.
Un sector de quienes así ocuparon toda la escena en 1939 evolucionó con el tiempo y con la nueva perspectiva que introdujo la victoria de los aliados sobre el Eje. Algunos comenzaron entonces a prestar oído a los ecos que llegaban de aquel mundo borrado por la derrota. Intentaron ser "comprensivos" con una tradición de la que en 1939 todos habían abominado, establecieron relaciones con los más cercanos, les dieron cobijo en sus revistas aun a costa de sufrir las iras de los "excluyentes", de quienes pretendían llevar a escritores tan inofensivos como Unamuno y Ortega a la hoguera de la Inquisición metiendo sus libros en el índice.
Convertidos a la tecnocracia autoritaria, los excluyentes acabaron por triunfar y los comprensivos por llevar a sus penúltimas consecuencias su intento de diálogo con la otra España, la exterminada o exiliada en 1939. En su nuevo caminar, sufrieron una considerable metamorfosis: devinieron liberales y demócratas, a la vez que construían una respetable obra personal y se erigían en mentores de las nuevas generaciones, las nacidas durante o inmediatamente después de la guerra. Pero, excepto uno, Dionisio Ridruejo, ninguno de ellos se enfrentó a cara de perro con su pasado católico-fascista: ni ellos, ni sus discípulos, que tienen aquello como un extravío en el que no es preciso insistir. Quizá no sea preciso, en efecto, insistir: sólo insisten los maleducados. Pero, por lo que a esta generación se refiere, no es el caso de insistir, sino de conocer, pues los rastros que dejaron en el pasado han quedado como difuminados en sus memorias y recuerdos complacientes, o han sido calificados por sus discípulos como algo episódico y circunstancial que la transición a la democracia, con su exigencia de amnistía general, obligaba a olvidar. Y seguramente fue necesario olvidar como único medio de superar la escisión de la guerra, pero el olvido no se puede construir sobre un hueco de la memoria, sino sobre la comprensión de lo que fue.
Conocer para comprender: ésa es la tarea todavía pendiente. Nuestro trabajo no es el del juez, sino el del hermeneuta. No se trata de remover lo que sus mismos autores tuvieron, cuando demócratas, como basura, para satisfacer no se sabe qué asuntos pendientes. De lo que se trata es de que una comunidad política de ciudadanos libres no puede construirse sobre la censura del pasado, sobre obras completas cuidadosamente expurgadas. Esa generación intelectual ha desempeñado un alto magisterio y ha cultivado la búsqueda del supremo valor de la verdad: que la verdad se haga sobre su pasado será el mejor homenaje que pueda realizarse a su memoria.
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