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El calor del jazz reúne a 3.000 personas al pie del nuevo Kursaal de San Sebast

ián Steve Coleman y Kyle Eastwood inauguran la 34ª edición del Jazzaldia donostiarra

Las dos enormes rocas varadas de Moneo, blancas, relucientes y agresivas, han despertado (y seguirán despertando) opiniones encontradas entre la ciudadanía de San Sebastián y sus visitantes. No podía ser de otra manera, pero lo cierto es que, guste o no guste, la arquitectura desafiante del nuevo Kursaal se mostró la noche del jueves como el marco idóneo para iniciar un festival de jazz u otra actividad. El Jazzaldia donostiarra inauguró su 34ª edición, posiblemente la más ambiciosa de los últimos tiempos, abriendo al público las dos amplias terrazas al aire libre.

Las terrazas Zurriola y Urumea -que separan la parte posterior del nuevo palacio de Congresos-auditorio de la playa ganada al mar junto a la desembocadura del río Urumea- se inauguraron oficialmente a ritmo jazzístico, mientras en el interior de los inclinados cubos de cristal blanco la actividad seguía frenética para conseguir cumplir el reto de inaugurar la sala sinfónica (si todo sigue su curso, a mediados de agosto) con el recinto acabado. La idea de trasladar la primera noche festivalera al nuevo espacio público se mostró magnífica desde el primer momento, siendo respetada, incluso, por su majestad la meteorología (ancestral enemiga del certamen jazzístico donostiarra), que decidió cambiar la amenazante llovizna de la mañana por una intensa brisa, fría, pero soportable.Al pie de cada uno de los dos inmensos cubos luminosos, dos escenarios miraban al mar como protegidos por dos gigantes venidos de algún mundo lejano. Más de 3.000 personas circularon a todo lo largo de la noche de un escenario a otro para degustar los cinco conciertos programados como pistoletazo de salida del certamen decano de la especialidad en la Península.

Coleman y Eastwood

Sin lugar a dudas, lo más atractivo de la noche fue la nueva visita del siempre sorprendente Steve Coleman, pero el concierto que más público congregó fue el del joven y ambicioso retoño de Clint Eastwood, Kyle, que consiguió aunar el morbo de su apellido con un horario bastante más ajustado. A las once de la noche, cuando salió Eastwood, la brisa aún era soportable y se agradecía; a la una y cuarto de la madrugada, cuando el escenario fue ocupado por las huestes de Coleman, la brisa se había convertido en un verdadero problema, sin contar con que una buena parte del público llevaba ya más de cuatro horas rondando por las terrazas del Kursaal.

Steve Coleman presentó en San Sebastián su último proyecto, llamado The council of balance. Esta vez el incansable buscador se ha trasladado mentalmente al África subsahariana para recuperar alguno de sus ritmos más mesmerizantes y convertirlos, una vez tamizados por ese jazz tan contemporáneo como imposible de etiquetar que practica, en un tapiz de sonidos coloristas e infecciosos. Buscando nuevas sonoridades, Coleman ha añadido esta vez un clarinete, una flauta, un oboe y una trompa de procedencia sinfónica que crean un suave pero penetrante entramado sonoro sobre el que evolucionan sin problemas los instrumentos más jazzísticos. Una pequeña maravilla, ideal para cerrar por todo lo alto la noche inaugural de un festival de jazz, aunque cerrar tampoco sería la palabra correcta porque cuando Coleman y sus músicos acabaron su actuación, más allá de las dos y media de la madrugada, el Jazzaldia aún latía swingante en otros rincones de la ciudad como el club Altxerri.

Allí, el saxofonista polaco-bilbaíno Andrzej Olejniczak seguía soplando furioso sobre el acompañamiento de lujo de un Albert Bover cada vez más seguro y creativo.

La fiesta jazzística del Kursaal se inició a las nueve de la noche con los sonidos rompedores de un nuevo trío de San Francisco llegado para acabar con todo: Broun Fellinis. Menos rompedora, pero circulando igualmente fuera de las normas al uso, fue la actuación de un marciano de Burdeos llamado Petit Vodo, cuya habilidad mayor consiste en cantar y, al mismo tiempo, manipular botones electrónicos y tocar la guitarra, la batería, los teclados y la armónica. Un pulpo idóneo para invertir un rato tomando una cerveza y charlar con los amigos mientras se preparaba el escenario contiguo a la espera de Kyle Eastwood. Menos anecdótico, pero demasiado superficial fue el encuentro entre la armónica de Ñaco Goñi, la guitarra de Malcolm Scarpa, la trikitixa de Joseba Tapia y el pandero de Leturia; una fusión un tanto cogida por los pelos y con poco futuro (como mínimo, por ahora).

Ser hijo de un padre demasiado famoso suele acarrear más inconvenientes que ventajas. En el caso del contrabajista Kyle Eastwood, el ser hijo de su padre le ha abierto muchas puertas -no es fácil grabar un primer disco con una major y él lo ha conseguido con suma facilidad-, pero ahora se ve obligado a demostrar en cada actuación bastante más de lo que se le exigiría a un músico de su edad y luchar contra los que sólo vienen a verle como una anécdota curiosa y para comparar su físico con el de su progenitor (la verdad, se parecen).

En San Sebastián dejó claro que su presencia allí no estaba sólo impulsada por el nombre que heredó de su padre. Kyle Eastwood es un buen instrumentista, tal vez algo tierno en sus solos (eso se cura con dosis de tiempo y escenarios) y, sobre todo, un estupendo organizador de sonidos. Su grupo sonó potente y la presencia del saxofonista Craig Handy llenó de consistencia una velada sin altos riesgos, pero con buenas dosis del mejor mainstream jazzístico. Un buen principio; ahora será necesario no perder de vista a este muchacho con aires de cowboy tímido y larguirucho.

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