Muere Claudio Rodríguez, poeta de la claridad
Fallece a los 65 años un autor que en sólo cinco libros logró dar luz a la dureza de la realidad cotidiana
Claudio Rodríguez murió ayer en Madrid, a las cinco de la madrugada, víctima de un cáncer del que fue operado hace un año. Le acompañaba su mujer desde hace 40 años, Clara Miranda. El poeta será enterrado hoy, a las doce de la mañana, en Zamora, su ciudad natal, que ha declarado tres días de luto. Gran figura de la llamada generación del 50, grupo que él solía llamar "el archipiélago", por la diversidad de sus voces, Rodríguez vivía rodeado de libros de poemas (Quevedo, Fray Luis, Eliot, Milton, Poe), de clásicos griegos (Platón, Parménides) y con la mesa caótica cubierta de papeles y papelitos, escritos a bolígrafo en su caligrafía diagonal.Así creaba, muy despacio, a razón exacta de un libro cada diez años. Primero en su ciudad, Zamora; luego, en Madrid; más tarde, en Inglaterra, donde vivió entre 1958 y 1964; después, en la calle de Lagasca, de Madrid y, finalmente, en su humilde casa del barrio de la Prosperidad. Poeta místico, amante de la naturaleza, hombre encantador, sentencioso como sin querer, fue un académico tan entregado a las palabras como al odio del protocolo ("hoy hay mucho protoculo", solía bromear). Siempre tuvo fama de cultivar más la amistad, los bares y la vida que la escritura y los ambientes literarios, y lo explicaba así: "Bueno, por temperamento, o no sé si porque he sido deportista y encima de provincias, me gustan todas las personas". Como dijo en la última entrevista concedida a este periódico: "Me gusta mucho la gente normal: el frutero, el carnicero, los niños".
Caso atípico
Decía que la espontaneidad y lo natural se han perdido mucho, que los círculos pequeños son muy artificiales ("la verdad es que donde mejor estoy es en Zarautz, en verano"). Pero, no sólo por eso, Rodríguez es un caso muy atípico en la literatura. Desde que con 19 años escribió su primer libro (Don de la ebriedad), una "obra pensada, escrita y corregida andando por el campo", que ganó el Premio Adonais en 1953, sólo publicó cuatro libros más. En tiempos de enorme presión editorial, y aunque tras el Adonais llegaron el Premio Nacional (1983), el sillón de la Academia (1987, pero leyó el discurso en 1992), el de la Crítica (1996), el Príncipe de Asturias y el Reina Sofía (ambos en 1993), nunca quiso saber nada de la fama. "¿Pero qué es esa expresión horrible del cultivo de la imagen? Una persona es una persona, no una imagen".Tal vez el problema, o la suerte, procedía de su honda concepción del oficio de vivir y de escribir. "Para escribir poesía que llegue hay que conocer el dolor, hay que haber estado herido. Yo no soy un poeta profesional", decía.
"La poesía está dentro del lenguaje, y acercarse a eso depende de muchos factores. De las circunstancias vitales, sociales, de la fecundidad... Pero, en realidad, todo es poesía: la contemplación, la meditación, la acción. El espíritu humano, decía Fray Luis, está en sazón de recibir. Y yo no puedo escribir poemas adrede, imponerme escribir. Me gusta verme como una especie de bardo que forcejea despacio con las palabras". En 1988 le narró así su itinerario a Mauro Armiño: "Mi vida puede contarse en un abecedario ceniciento, como decía Blas de Otero. Desde que nací hasta hoy puede resumirse en un Premio Adonais, mi intervención en los sucesos estudiantiles del 56, mi estancia como lector en Inglaterra, mis clases desde entonces, y los cinco libros". Su compromiso (militó "20 minutos" en el PCE) desembocó en su detención por los sucesos de la Ciudad Universitaria y un posterior viaje a Inglaterra. Allí fue lector de español, primero en Nottingham ("¡qué maravillosas las bicicletas de Nottingham!") y luego en Cambridge. Estuvo entre 1958 y 1964, y allí escribió su tercer libro, Alianza y condena, bajo la supervisión epistolar de su gran amigo y maestro Vicente Aleixandre.
Un talante
"La vida no es poesía, pero la poesía es vida; y si no, no es nada", solía decir. Y quizá lo más bonito de esa frase, resumen de una vida y un talante, es que la decía sin darse importancia, como si no fuera suya. Y entretanto se fumaba (incluso tras la grave operación del año pasado, y ante el pavor de su mujer) un pitillo negro detrás de otro.Contaba que, a menudo, la escritura fue catarsis, a veces salvación. En el caso de la trágica muerte de su hermana Mari fue también una forma de escapar de la locura: "Si no escribo ese poema, me hundo".
Lo llamaban poeta místico, pero eso casi le molestaba: "Ahora a todo el mundo lo llaman místico, pero la unión con lo divino es otro cantar. ¡No depende de la voluntad humana, sino de la divina!". Y sabía que la poesía tiene algo de sagrado: "Es una celebración de la vida; de lo alegre y lo festivo, pero también de lo patético, del sufrimiento, de todas las realidades de la existencia. En ese sentido, es un acto de fe. Tal vez por eso, los grandes poetas suenan a rezo, a imprecación".
Rodríguez preparaba un nuevo libro (Aventura), un único y extenso poema sobre la vejez y la muerte. Cinco de sus versos dicen así: "Ya bien templado el viento del Oeste, / aún no hay maduración y no hay misterio, / y no hay siquiera recuerdo en vano / con la perfidia del pensar tardío, / sino nueva salud".
Babelia
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